Feliz Navidad (pero de verdad)

Las Navidades, según para quien, son el colmo de la felicidad. Bien por las afortunadas. A vosotras poco hay que deciros, disfrutadlo como si no hubiera un mañana. Para otras es la causa de un desasosiego salvaje, un asco. Tengo que cenar con gente que me la trae al pairo, mi tía Paquita volverá a recordarme que no tengo novio y que sigo con esos kilitos de más, mi cuñado beberá y me hinchará los ovarios con sus impertinencias.
Un par de apuntes, así de entrada: quizás el decidir que una pasa las Navidades con quien le apetezca no resulta un drama sideral. Mamá, papá, os amo, pero (fuera peros, que quedan feos y niegan lo dicho justo antes) y este año me he montado una fiestecita con los amigos el 24 y el 25. Ya si eso nos vemos el 26. Dadle recuerdos a la pandilla.

¿Qué es lo peor que puede pasar?
Las creencias se multiplican por cien cuando hablamos de familia y de Navidades. Esto se ha hecho así toda la vida y no hay posibilidad de cambiarlo. O sí. O quizás, así como deberíamos tener claro cuál es nuestro día ideal, nuestro curro ideal, nuestro todo ideal, las Navidades deberían adaptarse a nuestros deseos y no a la inversa. Tenemos un año para pensar si vamos a disfrutar de esas cenas mastodónticas, o si nos queremos ir a la nieve con nuestra mejor amiga, o al Caribe a hincharnos a bailar bachata, o montar un festival contínuo durante dos días a base de jamón, queso y paté. Sin cocinar, sin compromisos, con vídeos antiguos de “Martes y trece”.
Siguiente cuestión a tener en cuenta: solo son un par de días, pero nos amargamos durante semanas dándole vueltas a lo que va a pasar. Si decides que te compensa ir porque quieres ver a esa prima que vive en Luxemburgo o porque tu madre es feliz a más no poder, estupendo: unas respiraciones abdominales, un pensamiento positivo siempre a mano para abstraerte (un Jason Momoa, un Pol Rubio, los zapatos divinos que vas a comprar en rebajas, ese con el que estás tonteando en Tínder,…)

La semana pasada, en uno de mis directos de Instagram, el glorioso Igor Fernández, psicólogo, hablando sobre la tortura que para algunas suponen estas fechas, nos ofreció un ejemplo divino: Sol, si a ti alguien por la calle te dice “Oye, Alberto”, ¿Tú qué haces?. Yo, evidentemente, no prestaría atención, porque yo no me llamo Alberto.

Lo de la gente soltándote opiniones no pedidas y que en el fondo son juicios es lo mismo. Una vez más, lo que cada uno dice es consecuencia de sus procesos mentales, no de tu realidad. Tener esto claro es la solución para muchísimos de nuestros males. El comentarles que no tienes ganas de hablar de tu vida sentimental o de si pesas más o menos, es otra. Mandarles a la mierda es, también, una opción de lo más válida. Igor nos recordaba que, cuando esas opiniones escuecen, es porque hay una herida previa. Qué buena oportunidad para hurgar en ella, para resolver asuntos que quizás andan enterrados normalmente y que afloran cuando alguien toca el interruptor adecuado. Resumiendo, que ni nos llamamos Alberto y que nadie puede golpearnos con sus chorradas si nuestros límites andan sanos y funcionales.
Una vez gestionados estos asuntos, comentar a algunas se nos olvida que existimos, no solo en Navidad, sino el resto de año. Las obligaciones, la maternidad y la rueda de hámster se apoderan de nuestro espíritu. Pues a la mierda: tomemos las fiestas como una oportunidad para darnos un masaje interminable, organizar comidas con las amigas que serán también cena, darnos un caprichazo, que para unas será un bolsazo de infarto, para otras un viaje y para otras un paseo tranquilas, sin nadie demandando nuestra atención. El foco en nosotras, que no es egoísmo, es autoamor.
Adorémonos, tías estupendas, en Navidad y siempre.