Paquita Salas o la importancia de la risa

Andaba yo pensando sobre la importancia de la risa, de tomarnos la vida con humor, cuando he decidido que lo que más me ha hecho reír en los últimos tiempos ha sido la tercera temporada de Paquita Salas. Si no la habéis visto, ya estáis tardando. Y es que los Javis son muy listos, listísimos. Saben que andamos sobrados de dramas y politiqueo, y faltos de descojone del bueno. No hay tantas ocasiones en las que soltemos la carcajada sin poder remediarlo, aprovechémoslas.

Ya va siendo hora de que nos riamos sin complejos, tanto de asuntos sin importancia como de las mierdas que nos toca vivir: de los videos sexuales virales, de la vergüenza e, incluso, de la muerte.
Paquita nos lleva lugares que todos conocemos, de ahí su éxito. Algunos indagan en nuestros entresijos y otros en la geografía externa. Nos acerca a las porras con chocolate, al barrio, al rechazo, a la mediocridad, al autoengaño, a los gloriosos pueblos de España, a los personajes de televisión que formaron parte de nuestra infancia y, por ello, de nuestro imaginario.

Nos habla del supuesto fracaso y, sobre todo, de la lealtad hacia uno mismo y hacia los que nos importan. Paquita habla de esos amigos que son familia, que son plato principal en nuestras vidas. Porque no todo el mundo lo es, algunos son una guarnición que le añade cierta gracia al filete, pero no son filete, nunca lo serán. No saben serlo. Qué importante distinguir a los unos de los otros y dedicarle a cada uno la energía que se merece.
Paquita le arrea un hostión a ese postureo que a mí, particularmente, me pone del hígado. No puedo con la falsedad, con el arrimarse por interés, con la manipulación, con el pretender mostrar y demostrar que eres algo que no eres. Nos muestran el vacío y la soledad, la frustración de que cumplir tus sueños dependa, muchas veces, de gente incapaz de tener en cuenta a nadie que no sean ellos mismos. Desmenuzan al detalle a esos personajillos que valoran al prójimo según lo que hacen, y no según lo que son.
Paquita hace lo único que se puede hacer con el faranduleo, se burla de él, y muy bien, además. Cómo se nota que sus creadores conocen los recovecos de esa masa cuyo alimento es la tontería y las sonrisas falsas. Consiguen que los intérpretes, empezando por Paquita, tengan la valentía de reírse de ellos mismos. Admiramos la valentía. Reímos con la verdad, por absurda y dramática que resulte.
Queremos ser Paquita cuando manda a la mierda, cuando arrea una hostia, cuando llama hijos de puta a los haters. Somos ella cuando nos sentimos abandonadas, ante las injusticias, cuando lo único que nos apetece es reventar a helado, en pijama, ante la tele.

También somos ella cuando decidimos que hasta aquí, que renazco, que tengo los ovarios más grandes que la catedral de Burgos, que me paso por el mismísimo toto la opinión de los demás.
Paquita se ríe, sin complejos, de lo que hay que reírse: de ella misma, de los gilipollas, de la tristeza y del juicio ajeno. Ojalá todas hiciéramos lo mismo.