Lunes con sol
Por qué Nueva York


Muchas me preguntáis por qué siento este amor por Nueva York, cuáles son mis lugares favoritos, cuándo empezó este romance. Y os contaría que me apasionan las ciudades, la información constante que recibes en ellas sin darte apenas cuenta, que esa amalgama de humanos de tantos colores, culturas y credos se me antoja apasionante. Podría hablaros de la libertad que sentiré cuando, en pocos días, aterrice allí. Al perderme por tantas calles humeantes en las que inventaré tantos personajes, de cómo allí formo parte de algo más grande que yo, de que la Gran Manzana me abraza nada más llegar. Os diría que hay una paz extraña al sentir que vuelvo, no que voy; al tener mis rutinas en un lugar que está a seis mil kilómetros del Madrid donde vivo.
Podría hacer una lista de lugares gloriosos en los que incluiría mi puente de Central Park, el mercado de Union Square, las estanterías de Strand Books, los bancos de Madison Square Park donde engullo pizzas de Eataly en su caja de cartón mientras disfruto de las luces del Empire State y me muero de risa con mis amigas. Incluiría la caminata sobre el puente de Brooklyn al anochecer, para luego contemplar los rascacielos desde el otro lado, sin prisa, anonadada por esa grandiosidad que me deja sin aire a pesar de que la he observado más de cien veces.
Os diría que es obligatorio ir a “Sleep no more”, la obra de teatro interactiva y muda en la que te pierdes en un hotel, con una máscara que te tapa la cara, y que puedes repetir actividad cuantas veces quieras porque nunca verás la misma función. En mi lista de recuerdos favoritos está la proyección de “La historia interminable” en Prospect Park y la de “Cocktail” en el Museo Intrepid, que es un portaaviones (espero que este año les den por poner “Top Gun”). Las tardes tirada con mis amigas en el césped de Bryant Park, escribir en la Biblioteca de Nueva York, ir a un musical, caminar desde el Meatpacking hasta el Soho pasando por Washington Square para ver al pianista bajo el arco. Visitar Williamsburg y el barrio judío ortodoxo en Brooklyn para que el contraste me deje ojiplática. Cenar coreano en Gaonnuri, con vistas a la ciudad que nunca duerme. Visitar la Frick Collection, el Guggenheim, el MOMA. Pegarme el lujo de tomar el té en la cafetería de Bergdorf´s. Visitar Barney´s y sus vestidos rollo gala de los Oscar.
Bailar sin pausa en un bar del East Village en el que una señora con pinta de farmacéutica me echa las cartas y, apalancada en la barra, hablar con todo el mundo, porque así son los yankees de comunicativos. Volver a casa de madrugada en un taxi amarillo sin suspensión y con un conductor con turbante. Seguir bailando en casa de mi amiga de la facultad, que se mudó allí hace mil años, con el pijama puesto y dando las gracias a todos los dioses del Olimpo por dejarme ser joven otra vez, por darme un tiempo sin hijos, sin responsabilidades, sin más preocupación que la de no despertar a los vecinos.
Escribir en las cafeterías, que las letras se me salgan del cuerpo sin orden ni concierto, fundirme con la historia que estoy contando. No saber dónde acaba mi protagonista y dónde empiezo yo. Y qué más da.
Tener la seguridad de que se acercan cuarenta días de inmersión en esto que soy, de que algo cambiará aquí dentro, porque así son los viajes, los del cuerpo y los del alma.
