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Reflexiones de una majara

El premio eres tú

El premio eres tú

La mayoría de buenas ideas se me ocurren en la ducha. De hecho, he de pensar un método para poder apuntarlas, porque algunas se me han olvidado para cuando salgo a secarme. La última, más que una idea, fue una afirmación: el premio eres tú. No sé de donde salió, aunque intuyo que tiene mucho que ver con la dificultad que observo en muchas de las mujeres con las que trato para desarrollar su fuerza de voluntad cuando el resultado solo les va a favorecer a ellas.

Porque cuando el beneficio es para otro, se sacrifican sin pensarlo.

Tampoco les cuesta demasiado ponerse manos a la obra cuando no es el beneficio, sino el reconocimiento, lo que viene desde fuera. Estudio desde pequeñita para sacar buenas notas, lo del gusto de aprender es secundario (pasaba en los setenta y sigue pasando ahora, con esta mierda de sistema educativo que tenemos); trabajo en algo que detesto para que me paguen; cuido mi aspecto físico para gustar a otros; cumplo mis promesas cuando se las hago al prójimo, pero, ay, cuando el compromiso es conmigo misma, ahí fallo una y otra vez.

Ahora vuelvo a lo de siempre, a todo lo que nadie nos ha enseñado, en este caso a dejar de obedecer para así centrarnos en quien realmente importa: nosotras. Porque de tanto mirar al otro, le hemos dado poderes que solo deberían ser nuestros: el de saber que soy válida por el mero hecho de existir, no porque tú me puntúes; el de decidir cuánto, cómo y dónde quiero ganar mi dinero; el de quererme tanto que salga disparado automáticamente y sin el menor esfuerzo todo aquel que amenace mi felicidad.

Porque esa es otra, una de esas recompensas que esperamos es que nos quieran, a veces sin cribar, porque si me quieren soy válida. Porque si otro me mira y me ve y me toca y me dice cosas bonitas, yo me lleno y me siento bien.

Reboso.

Y se nos olvida que la verdadera plenitud no puede estar hecha de bienes ajenos porque los otros están de paso y en algún momento recogerán su mochila y se pirarán. Y me vaciaré y entonces sentiré que no valgo, ni sabré quién soy porque ahora nadie me mira ni me ve ni me toca, y yo, mientras me disolvía en el de enfrente, he olvidado dónde está mi foco y cómo colocarlo sobre mí. Así que, perdida, despistada y hambrienta, en lugar de buscar mi eje, repito error y vuelvo a la persecución de la luz ajena. Y vuelta a empezar.

Tampoco nos han enseñado a estar solas y disfrutar del silencio, de manera que evitamos ambas situaciones y, en el caso de que no nos quede más remedio que vivirlas, las saboteamos con miles de ocupaciones, ruidos físicos y mentales, lo que sea que rompa esta reunión conmigo misma, este mirarme con lupa en un espejo que no me está gustando un pelo porque si, al fin, me veo, no me quedará más remedio que decidir y eso me acojona por encima de todas las cosas.

Y me pregunto para qué. Para qué hacerme preguntas, para qué responderme, para qué esforzarme en ser quien deseo ser, en alejarme de unos para acercarme a otros que me aporten lo que yo no necesito, pero sí quiero. Para qué nutrirme de conocimiento y disfrute, para qué buscar las mil cosas que me gustan y evitar las mil que no soporto, para qué plantearme metas y para qué, cada día, dar un paso que me acerque a ellas. 

Nadie te aplaudirá por escucharte, por cuidarte y por darte gustazos. Por tener claro lo que te apasiona y lo que detestas. Por seguir tu camino, a tu manera, a tu ritmo. Por soñar y levantarte cada mañana con una sonrisa.

Nadie te premiará por perseguir la felicidad porque, querida: el premio eres tú.

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