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Lunes con sol

1995: el año de la felicidad

1995: el año de la felicidad

La semana pasada fui a un concierto de Diego Torres. Para muchas, es el creador de “Color esperanza”. Para mí, la banda sonora de unos tiempos muy felices. Le descubrí en un disco homenaje a Serrat, allá por el 95. Diego cantaba una versión de Penélope que se me clavó en el alma y que me despertó durante meses desde un aparato modernísimo que era radio, despertador y reproductor de CD´s. Aquel cacharro dormía junto a mí sobre tres cajas color burdeos, porque yo era muy moderna y no quería mesilla de noche. En mi habitación con vistas a Passeig de Sant Joan esquina Ausiàs March leí, también por aquellas fechas, “Como agua para chocolate” y “La casa de los espíritus”. Y ya nada volvió a ser igual.

A aquella habitación llegaba yo de mis juergas nocturnas interminables, ya amaneciendo, mientras mi madre pelaba judías verdes y mi padre, vacilón, me alababa el madrugón para hacer deporte (yo con el rímel por las rodillas y unos tacones de medio metro). Me acostaba a las ocho de la mañana y me levantaba doce horas más tarde, dispuesta a salir de nuevo si era sábado y a pirarme al cine si era domingo.

El lunes, entre clase y clase, comentaba el finde con mis compis de la facultad de Derecho. Siempre había novedades, siempre habíamos besado a alguien nuevo, siempre habíamos bailado hasta la extenuación. Cómo reímos en aquellas aulas abarrotadas, cuántas horas pasamos en aquel bar horrendo del que se contaba que era el único bar de Barcelona con facultad. Entre aquellas mesas llenas de servilletas sucias conocí a Bonnie, que ahora es una de mis Golondrinas Niuyorkinas, que inspiró, en parte, el personaje de Clara en mi novela. Ella es la chavala de pelo negro que un jueves preguntó que quién salía esa noche. Y desde entonces hasta ahora.

Algunos años después de toda esa diversión, Diego Torres cantó en Ibiza y, como siempre me pasan cosas peculiares, me lo presentaron. Y yo le dije que, durante mucho tiempo, me despertó su voz cristalina. Y él me dijo que cuando cantó “Penélope” llevaba el pelo más largo que yo. Y ojo al melenón que se gastaba la menda… Esa misma noche coincidimos en el mismo restaurante, nos hicimos unas fotos que, por supuesto, perdí. Y nunca más.

Hasta la semana pasada, en el teatro Häagen Dazs, donde volví a escuchar esa voz de agua, la maravillosa “Penélope” y tantas otras canciones que pasaban de su garganta a mi esófago sin detenerse en mi oído. A mi lado, como tantas veces, mi amado Paulo, que tanto disfruta con la música. Y por eso me gusta disfrutarla con él. Desde mi butaca teatral desperté en mi Barcelona, reí con mis amigas de la facul, olí las judías verdes de mi madre y  regresé a la libertad. Esa libertad que, muy a mi pesar y aunque me resisto con uñas y dientes, se me escapa entre trabajo, hijos y obligaciones que me autoimpongo a veces estúpidamente. La misma que acompaña a la irresponsabilidad de la juventud, tan necesaria y tan inmensamente relajada.

Cuando, al día siguiente del concierto, escuché la Penélope de Diego en Spotify y no en mi cacharro supermoderno del 95, sentí un pellizco doloroso en algún lugar de mis cuarenta y seis tacos. No es ningún secreto, a mí lo de madurar me toca los ovarios soberanamente. Hacerme mayor me parece la mierda más grande del planeta aunque, obviamente, lo prefiero a la alternativa. Entre el bolso de piel marrón y los zapatos de tacón me tropecé con la Sol de veintidós, caminando de madrugada por la Barceloneta,  camino a la discoteca que había en esa Estació de França que bien podía ser la de la canción. Sin medias en pleno enero, sin reloj y sin prisa. Aferrada a la noche, a los bailes y a las risas, en algún momento se quedó, como la otra, sentada en un banco del andén para que esta que escribe ¿avanzara? en eso que llaman la vida adulta. Desde aquí le mando un beso, ojalá no la echara tanto de menos.

 

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