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Reflexiones de una majara

Ante el miedo: movimiento.

Ante el miedo: movimiento.

Que levante la mano la que no se haya visto bloqueada, totalmente paralizada por el miedo. Un miedo tan enorme como invisible, que te invade y te abate. Tienes miedo a pensar, a decidir, a ser, a hacer. Le tienes miedo hasta al miedo. No quieres ponerle nombre al miedo, por si se hace más grande. No concretas cómo se llama en esa indecisión tuya, con lo que el miedo engorda y crece. No sabes dónde nació el miedo y no alcanzas a ver dónde acaba.

Tu miedo, ya te lo digo yo, nació en las cavernas, dentro del coco de tus antepasados, que sobrevivían gracias a un cerebro diseñado para tener miedo, para estar en alerta constante ante los bicharracos antropófagos y las miles de enfermedades sin solución alguna. Has heredado ese cerebro y lo que a ellos les salvaba la vida, a ti te la jode a base de bien.

Pendulamos entre el miedo al rechazo, el miedo a qué pensarán los demás, el miedo a la incertidumbre, el miedo a la soledad. Hay un miedo especialmente peligroso: el miedo al cambio, por mucho que, paradójicamente, seamos cambio. El miedo nos ancla al suelo sin dejarnos progresar, y la vida va de avanzar, de convertirte en otra que te mole más, cada día, cada minuto. Evolución, descubrimiento, aprendizaje, curiosidad. Libertad lo llaman algunos. Quiero saltar, pero me puede el vértigo. Me siento inquieta, nerviosa, acojonda perdida. Enfadada conmigo, incluso.

A veces, el pánico llega porque estamos mirando el problema demasiado de cerca: un matrimonio en el que ya no soy feliz, un trabajo que me hastía, una ciudad que no es mi escenario ideal, una amistad que hace tiempo que no lo es, un lo que sea que ya no quieres. Sumida del todo en mi minúsculo ecosistema no puedo definir dónde acabo yo y dónde empieza él. Siento que el miedo soy yo. Todo es miedo. Y quiero salir de aquí.

No es que no pueda más, es que no quiero más.

Porque, lamentablemente, el humano puede mucho, es capaz de aguantar cosas que le hacen insoportablemente infeliz. Tu desasosiego está tan próximo que no eres capaz de analizarlo. ¿Y si elevaras el dron? ¿Y si fueras capaz de observar la verdadera dimensión de tu problema en la inmensidad de los problemas de la inmensidad de humanos? ¿Y si colocaras tu problema en el lugar que le corresponde en tu ancha y larga vida? Distancia, amiga, distancia.

¿Y si dejaras de masticar el problema, porque ya se te ha hecho bola? ¿Y si lo escupes y ahora te concentras en buscar la solución? ¿Y si miras a otro lado y al mismo tiempo miras dentro? ¿Y si dejas de rebozarte en la que ya no quieres y empiezas a proyectar lo que sí deseas? Autoconocimiento, amiga, autoconocimiento.

Ojalá tuviera yo el antídoto para le miedo paralizante, pero no. Aunque me huelo que la acción espanta a la bestia. Cuando el canguelo te agarre los tobillos y te cuente que aquí tampoco se está tan mal, múevete. Déjalo atrás, no te creas su mentira, esa que te cuenta que lo que te espera al otro lado es el vacío, el peligro.

El movimiento es curativo, ¿pero, hacia adónde camino? me preguntarás. Hacia algo que te guste, que te eleve. Ahora toca aprender cosas nuevas. Invéntate lo que está por venir.  No tienes que saber lo que es, tienes que decidirlo. Planea, inventa, divaga, fantasea. Y camina. Con el coco y con el cuerpo.

Cuestiónate y cuestiona todo lo que te han enseñado sobre el miedo y sobre su supuesta antagonista: la seguridad. Disecciona las teorías que te cuentan que la seguridad vienen de un trabajo fijo, de un sueldo fijo, de una pareja fija, de una casa fija, de una opinión fija, de unos amigos fijos, de una vida fija. Decide si lo único seguro es lo inamovible. Si lo inamovible te hace feliz. Si el miedo, quizás, es la causa de la inmovilidad y también su consecuencia.

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