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Lunes con sol

Bailemos

Bailemos

Siempre nos quedará un baile veraniego con música de los setenta que nos despertará del letargo, nos lanzará sobre la pista y nos convertirá en peonzas que giran felices y despreocupadas. “Earth, wind and fire” y su “September” nos devuelven a aquellos años en los que no existía el reloj; “Black is black” actúa como anestésico. Aquí no hay dolor de pies que valga. Al ritmo de “Valerie” nos olvidamos del cansancio.

Bailar, a muchas, nos traslada a otro tiempo, a otro lugar y a otras nosotras.

Aquellas nosotras de entonces no sabían que esos bailoteos, la energía y las ganas eran finitas. Aunque pisoteáramos todas las discotecas habidas y por haber, no éramos conscientes del lujazo que era aquella diversión apabullante. Ahora sí lo sabemos, porque un lujo es un bien escaso y escasos son los bailes asalvajados en ciertos momentos de la vida.

Desde que llegué a mi isla, hace una semana, no he parado de bailar. Los nenes ya están creciditos, he coincidido con muchos amigos y hace tiempo que decidí que volvería a ser joven. Porque a mí ser joven me gustó mucho, lo aproveché mucho y lo de hacerme mayor ni entra en mis planes ni entrará. Mientras mis taconazos puedan seguir el ritmo de “Young hearts run free”, la menda será una chavalita con algún inciso de madurez obligada, pero los mínimos necesarios.

Y quien dice bailar como las locas, dice cantar en el coche con las amiguis. A Bruno Mars, a Mocedades, a la Pantoja. Qué más da. El caso es descargar estos cocos nuestros de obligaciones, rutinas, responsabilidades, dolores varios y tristezas propias de la vida adulta. Fluyamos todo el rato. Adoptemos como eslogan esa frase que mi amigo Rubén me espetó hace unos días mientras caminábamos de madrugada, que es el mejor momento para las mejores afirmaciones: ¿Qué es lo peor que puede pasar? La verdad: nada. Apliquémoslo a diario, tatuémosla en nuestra amígdala, la del cerebro, no la de la garganta. Al lado, escribamos otra que escuché cenando en los campos ibicencos de boca de alguien que te convence con su entusiasmo: “La vida es maravillosa”. Y es que lo es, aunque a veces se nos atragante.

Qué glorioso el diálogo interno, hablarnos como si nos importáramos y nos cayéramos bien. La última frase que se me ha quedado grabada esta semana fue, precisamente, en medio de esos bailes Flower Power que tan feliz me hicieron. Mi amigo Marco fue al baño y, al volver, me contó que “Me he tirado un pedo en el baño que podía haber aniquilado a un rebaño de ñús”. Todo ello aderezado con sus gafas de colorines, una cinta en el pelo de estilo incierto y unos bailes fuera de lugar. Risas incontrolables, claro. Y con esto lo tendríamos todo. Porque el humor, la desvergüenza, la confianza y la naturalidad faltan mucho por aquí y son sumamente necesarias.

Sí, la vida es maravillosa y nada horrible pasa cuando bailas y te rodeas de otros que bailan, que comparten contigo diversión, alma y cariño. Lo de los gases es un pequeño aderezo, la guinda del pastel.

Bailemos porque nos gusta, porque nos lo merecemos, porque mover nuestros cuerpecillos al ritmo de la música, por fuerza tiene que ser algo bueno, que lo hacían ya en la prehistoria y aquellos eran muy listos. Y lo puedes hacer sola, a duo o con una tribu entera. En tu casa, en la disco, o mientras esperas a que el semáforo de peatones se ponga verde. Qué más da lo que piensen los demás, que hagan lo mismo y serán más felices, más jóvenes. Todos bailamos la vida. O deberíamos.

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