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Lunes con sol

Ligar ahora vs. ligar en los 90

Ligar ahora vs. ligar en los 90

Andaba yo hablando con mi socia sobre el tema ligoteo. Ella tiene veintiséis, yo cuarenta y siete. Me contaba algo sobre una amiga que había conocido a uno la noche anterior, que no le había encantado y que él había dado con ella a través de Instagram. Le estaba dando la turra a base de bien. Entonces me di cuenta de que mis adoradas redes sociales se convierten en un gran inconveniente a la hora de tontear. Podríamos pensar que es todo lo contrario porque te facilita el contacto, pero es que te dificulta el anonimato y, perdonadme, pero a mí eso me echa para atrás. También es verdad que no le vamos dando el nombre y el apellido al primero que pasa, pero os aseguro que los millenials tienen fuentes de investigación para el resto desconocidas. Es muy lista esta gente.

En mis tiempos (ay, Diosmío, qué mayor me siento escribiendo esto) tonteabas con uno en un bar, la cosa terminaba en meneo, o no, o vete tú a saber y, si no le dabas tu número (y ojo, que en los 90 le tenías que dar el del teléfono de casa de tus padres, ahí es ná) no volvías a verle jamás. No nos planteábamos si eso estaba bien o mal. Era así, punto. Mucho interés habías de tener para repetir. Y voy a reconocer que eso le confería un plus de libertad al ligoteo, sobre todo si lo comparamos con la situación actual: nuestra vida a la vista de uno con el que nos hemos pegado dos morreíllos en la barra del último bareto.

No me gusta, la verdad. Mientras escribo, me planteo si esta será una de las tantas razones por las que las tías de mi edad, al menos las de mi tribu, hemos visto nuestra actividad tonteadora reducida a mínimos alarmantes. También es verdad que para ligar a los bares hay que ir a los bares y, quitando el coronavirus, entre el curro, la maternidad y demás responsabilidades de la mujer de cuarenta, no nos quedan muchas fuerzas para lanzarnos a las calles pasada la medianoche. El inconsciente rige el 95% de nuestras acciones diarias y él debe saber que, lo que para nosotras era un entretenimiento momentáneo, ahora puede convertirse en un coñazo duradero. Que puedes darle un nombre falso, que puedes tener cuentas privadas, que puedes bloquear a todo bicho viviente, pero es un plus de molestia al que no estamos acostumbradas ni dispuestas.

En la cara B de toda esta cuestión, la ventaja de minimizar riesgos. Pongamos que usamos Tinder, ese catálogo interminable de seres enarbolando la bandera verde del amor (o el folleteo, seamos honestis). No sabía yo, pero me lo ha contado la gente que sabe, que lo suyo es empezar la conversación en Tinder una vez que haces match y luego pasar a Instagram para pegarle un repaso a la vida, amigos, ropajes, hobbies y demás datos importantes del ser con el que vas a quedar para tomar algo y/o pegarte un revolcón. Por un lado, se supone que te aseguras de que el individuo en sí no es un asesino en serio o que, al menos, no lo parece. No me queda claro si ellos también se quedan más tranquilos cuando ven que ellas no tienen pinta de descuartizar a nadie.

Por otro lado, y siendo realistas, hay fotos que engañan, pero es más fácil engañar en cinco que en cincuenta. En Instagram compruebas que la realidad corresponde con lo prometido, aunque también os digo que hay gente que hace milagros con Photoshop, lo cual no deja de ser bastante ridículo porque, tarde o temprano, si hay suerte, te darás cuenta del engaño.

Otra pega que le encuentro a las redes cuando hablamos de relaciones varias: seguir viendo el jeto de tu ex no te apetece lo más mínimo, pero te sabe fatal bloquearle. El “Si te he visto no te acuerdo” se convierte en algo prácticamente imposible y a mí eso me mosquea. Por mucha pena que nos dé, hay nexos que deben desaparecer, sobre todo si queremos pasar página.

En fin, amiguis, que no es la primera vez que lo escribo: las moderneces en estos asuntos se me atragantan. Quizás deba indagar más para encontrarle las ventajas. O no.

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