Nunca quise ser mayor: llevar bolso en lugar de mochila, salir con chicos y tomar decisiones me parecía un coñazo supino. Me lo parecía porque lo es. Por eso, cada septiembre, se me encasquilla la melancolía: yo no quiero tener hijos que vayan al cole; yo quiero ir al cole.
Quiero pasarme dos meses y medio rebozándome en la arena, sin que me moleste el picor de la sal en la piel, sin que las manchas solares invadan mi jeta, sin preocuparme por si los postres engordan. Quiero llorar al despedirme de los colegas de mi Verano Azul particular y tener el absoluto convencimiento de que no superaré nunca esa tristeza devastadora. Y que se me pase nada más encontrarme con mi compi de pupitre.
Quiero volver a soñar, cada comienzo de curso, que se me olvidan todos los libros, que llego sin zapatos al cole, que la monja de turno me manda a casa porque llevo bañador en lugar de uniforme.
Quiero estrenar lápices, libretas y gomas de borrar con olor a fresa, y que esas piernecitas morenas, que contrastan con los calcetines blanco fluorescente, sean las mías. Que los zapatos novísimos estén en mis pies. Que mi cabeza la ocupen dos coletas perfectamente simétricas y gemelas que en tres horas no se parecerán en nada la una a la otra. Que las costras adornen mis rodillas durante años, sin pausa.
Quiero sentirme mayor al ocupar la clase de los mayores, comprobar que la mala leche de la de latín tampoco es para tanto. Quiero que «La Seño» requise los papelitos que circulan por la clase a modo de WhatsApp rústico.
Quiero fabricar “arena fina” rascando con mis manitas el suelo del patio, modelar pelotas de barro y meterlas en el congelador para desgracia de mi pobre madre. Quiero confeccionar pulseras de plástico compulsivamente. Qué habría sido de nosotras de existir móviles y demás pantallas. Qué será de esos niños cuyo ecosistema se reduce a un cuadradito de cristal.
Quiero irme de colonias a Torrebonica para cuidar conejos, y que una amiguita me termine la trenza porque yo no llego.
Quiero ignorar que hay vida más allá de esos muros grises que contienen mi maravilloso mundo de saltos a la comba, a la goma y a la rayuela. Voy a masticar papel y luego lanzar la bola informe para que se quede pegada al techo. Qué divertido, qué asqueroso. Ojalá Óscar reventara otra vez un Típex contra la pizarra tiñendo nuestras cabelleras de tinta blanca imborrable. Quiero volver a bailar la Lambada con veinte niñas por los pasillos y que Sor Gracia nos castigue. Quiero tirarme de culo por las escaleras desgastadas que daban al gimnasio mientras Sor Gonzaga grita mi apellido, desquiciada.
Quiero vivir en comuna perpetua con mis compis del cole, incluso con las que no soportaba, con las que no soporto. Porque sin ellas no sería lo mismo. Quiero que me guste un chico, o dos, o catorce. Y que no pase nada.
Quiero reservar la Súper Pop los jueves en la papelería de mi pueblo, para hojearla sentada en la puerta de mi colegio mientras espero con Luisa García a que pase en moto el chico que nos gusta. Uno de los catorce que nos gustan.
Quiero hacer los deberes rapidito para bajar a la calle con mis vecinos del tercero. Gritar sus nombres: Ireneeeee, Manueeeel, Beaaaa. Que se asome su madre por la ventana y me diga «Mari, guapa, ahora bajan», con esa sonrisa paciente que todavía me regala de vez en cuando. Y jugar sin mirar el reloj, porque los adultos se encargan de marcar las horas.
Quiero volver a escuchar aquel texto de mi profe de catalán en el que recordaba sus años de escuela mientras se le saltaba la lágrima a ella y a mí. Ella me doblaba la edad. Yo se la doblo a ella ahora.
Quiero que los años pasen lentos otra vez y sentir que esto nunca se acabará, porque es lo único que conozco. Y me gusta.
Quiero escribir con boli borrable, por si acaso. Que la vida sea borrable, por si acaso.
COLUMNA PUBLICADA EN EL ESPAÑOL (7/9/18)
En esta semana plagada de Oscar, con los Goya tan cerquita; contanto vestido, tanto diseño, tanto brillo, tanto maquillaje; tanta joya y tanto tratamiento de belleza torpedeándonos, me ha dado por pensar en todo eso que no se ve, pero que se nota.
Se notan la amargura y la maldad por más que intentes ocultarla. Porque por muy optimista y generoso que sea tu discurso, en algún momento se te escapará el veneno que llevas dentro. Se nota la bondad, un poco por lo mismo: porque a muchos se les sale por las orejas. Qué bien.
Se notan el agotamiento, el descanso, los buenos polvos y también los malos, que te dejan cara de haber chupado un limón y la piel verde aceituna. Se notan los tacones, por mucho que no salgan en la foto; son altitud y son actitud. Se notan los morros rojos, que también se ven por fuera, pero sobre todo se sienten por dentro.
Se nota el verdadero lujo, ese que no brilla, que solo se experimenta y es cómodo, tranquilo, cálido, sabroso, honesto. La verdad, el amor de verdad y la ilusión de verdad también se notan, porque impregnan lo que haces, lo que cuentas y cómo respiras. No hay trampa ni cartón, no hay fisuras; coherencia y consistencia hasta la última esquina. Por eso se notan la mentira, la apariencia y la desgana.
Se nota la alegría, la duradera, la que no depende de nada más que de estar sano y estar aquí; de ser parte de algo más grande que tú y de ser solo tú; de no querer ser otra cosa. El aprendizaje se nota porque supone un antes y un después: no repetir, no la misma piedra, no cabezazos contra muros pétreos. Se notan la paz, el descanso, la plenitud porque son suaves, esponjosos, huelen bien y saben mejor; quieres acercarte a ellos para que te mezan y te invadan.
Notamos a los que viven seguros de sí mismos porque caminan descalzos por la vida, ignorantes de críticas, ignorantes incluso de sus propios prejuicios. Libres a más no poder, concentrados en sus asuntos. Y se nota el curro bestial que hay tras cada actuación, cada libro, cada concierto de los buenos. De los que te dejan con la boca abierta y el corazón disparado.
Se nota la paciencia, la obcecación y la voluntad. Y la vagancia, la pereza y la falta de ganas. Qué aburrimiento. Se nota el aburrimiento porque se lo zampa todo: ocupa las miradas, los gestos y los cuerpos, tan aplastados.
Se notan, y mucho, los interesados; sí, el interés ese que rima con Andrés. Los huelo a la legua y no los soporto. Ellos, a su vez, notan a los que tienen dificultades a la hora de decir que no, por eso no se me acercan. No al aprovecharte de nada mío, no al gorroneo, no al morro. Punto. No.
La falta de interés también se nota, solo que a veces andamos ciegos y sordos, y con muchas ganas de que nos quiera el primero que pasa. Lo nota nuestra intuición y lo nota el silencio en nuestro teléfono. Lo nota también nuestra lavadora mental, pero no le hacemos ni puñetero caso.
Lo fácil y sincero también se nota: tiremos por ahí y nos irá mucho mejor, joder, que parecemos tontos. Se nota el abuso, tanto que hasta se ve, tanto que hasta se oye. Los gritos a otro, a mí me dejas en paz.
El autoamor brilla, ya sea por su presencia o por su ausencia. Es efervescente. Te eleva, te protege y te proyecta. Que se te note el autoamor, aunque sea solo hoy.
Siento la necesidad de escribir esta columna el último día del año. Me gusta que los textos duerman y recuperarlos al día siguiente, con otros ojos. En este caso será, además, el año siguiente. Qué curioso esto de los números y los meses y las vueltas que da la Tierra y la vida con ella.
He comenzado la mañana con una clase de yoga. Desde hace un tiempo, me esfuerzo en terminar y comenzar los años tal y como me gustaría que fueran todos los días, y a mí me encanta estirar, permanecer presente, caminar tranquila, aunque casi nunca lo consiga. Hoy sí, hoy he respirado a fondo, concentradísima, con la firme intención de que lo que no necesito se quede en el 2019 y así dejar espacio para todo lo que quiero en el 2020, que es mucho.
Al llegar a la oficina, más de lo mismo: trapo en una mano, bolsa de basura en la otra. Como una patena la he dejado. Me relaja lo limpio. Hasta el teclado sobre el que escribo reluce. Le he cambiado el agua a las flores y, de paso, he bebido mucha, para depurar al máximo. Hoy voy a comprarme un teléfono nuevo y ya veremos si le traspaso algo del anterior, tengo que pensármelo. Esta noche me frotaré bien con un exfoliante (adiós piel del 2019) y estrenaré vestido, tacones y perfume. Ay, la importancia de los olores. Quiero que mi 2020 huela a descaro, sorpresa y libertad. A nuevo.
No hay nada más excitante que lo desconocido: probar sabores diferentes, vestir como nunca lo hemos hecho, hacer nuevos amigos, besar a desconocidos. No hay nada más extraordinario que estrenar labios, que los besos nuevos cuando son besos buenos.
La mudanza de la piel externa es sencilla: frotar, tirar, ordenar, perfumar. Lo complicado es deshacerse de la casquería, estrenarnos una y otra vez, liberarnos de nosotros mismos, despeinarnos el alma, que ya está harta de tanto estirón, tanta laca y tanto moño incómodo. Lo difícil es abandonar la nostalgia que sentimos incluso de aquello que nos ha jodido la vida. Por favor, que el arrepentimiento sirva para algo y que ese algo consista en no volver a arrepentirnos de lo mismo; que la porquería del 2020, al menos, sea nueva.
A veces, levantarnos y comprobar que ya no somos quienes éramos ayer puede resultar un alivio. De nada sirve reformar lo de fuera si por dentro andamos ciegos y sordos.
Reconciliarnos con lo que nos ha construido y no dejar que eso mismo nos destruya. La destrucción, a veces, muchas veces, llega por no moverse. Por permanecer anclados a aquellos que no nos cuidan o no nos permiten cuidarnos, porque no sabemos que es nuestro derecho hacerlo. Probablemente, si lo tomáramos como una obligación, lo cumpliríamos, porque así somos, nos corroen los “tengo que”. Ojalá en este año los sustituyéramos todos por millones de “Quiero”. Ojalá queramos mucho y bien. Y nuevo. Esto, mujeres, va sobre todo por nosotras, que nos diluimos en las obligaciones para y por el prójimo hasta unos límites vomitivos. Revolucionémonos contra nuestra propia dictadura. Avancemos descalzas de pies y de sesera. Quedémonos en la queja lo justo y suficiente para escupirla y recuperar el brillo que nunca debimos perder.
Deberíamos inventar nuestra propia historia y que sea nueva cada mañana, con ingredientes frescos y originales. Tomar una silla prestada para percibir la realidad y quedárnosla si nos gusta. Mirarnos con otros ojos, un poquito más amables, pero también más exigentes: mueve el culo, que la vida es corta y ya estamos en el 2020.
Texto publicado originalmente en El Español (3/2/20)Llegan las Navidades y con ellas los anuncios tiernos, con mensaje, con pellizquito en la tripa. Si el año pasado Campofríonos hablaba del sentido del humor, en este nos da en los morros con una empresa que crea noticias falsas hechas a nuestra medida.
Miénteme, dime lo que quiero oír, dame la razón. Somos el matrimonio perfecto (aunque no te soporte), a nadie le gusta su trabajo (por mucho que vea a mi vecino disfrutar del suyo), debo entregarme en cuerpo y alma a los demás (y olvidarme de mi persona).
Qué línea separa la mentira de las creencias que llevamos incrustadas desde antes de nacer, pocos lo saben. A este cóctel tan usual y extraño se le suman las expectativas e, inevitablemente, la frustración ante su incumplimiento. Y es que cuando uno se centra en ser lo que los demás esperan, acaba viviendo la vida de otros. Las vidas de mentirijillas son una mierda porque no nos tienen en cuenta, básicamente.
Durante un tiempo, quizás la purpurina te deslumbre, pero el día en el que las luces se apagan te das cuenta, como dice el anuncio, de que lo falso te da la razón, pero nada más. Vacío salvaje y desasosiego.
Las peores mentiras son las que nos contamos a nosotros mismos. Nos convertimos en nuestros carceleros y en nuestros verdugos. Lo que un día se nos antojó como el mayor éxito hoy es ceniza. Me he pasado media vida escalando esta montaña porque el resto me aplaudía, porque necesito ese cacahuete que me proporciona la aprobación de los que están fueraque, a su vez, se zampan los que les tiran a ellos.
En ese supuesto ascenso nos vamos despojando de nuestras ilusiones para agarrarnos a la homogeneidad, al postureo y al qué dirán. Cada vez que la realidad se acerca, le giramos la cara, hasta que nos arrea un hostión que no podemos ignorar ¿De qué sirve vivir en la mentira?, preguntan los de Campofrío. Probablemente, durante un tiempo, sirva para algo, pero llegará un punto en que sea insostenible.
Todos, seamos conscientes o no, tenemos una lista de valores en la recámara que debería servirnos como GPS para nuestras acciones, una especie de línea de arcén, que suena cuando vamos a rebasarla. El ruido de alerta, en este caso, serían las ansiedades, las lumbalgias, la tristeza sin motivo aparente. El motivo es que te pasas por el forro lo realmente importante para ti, no disfrutas de las cosas de verdad que, para unos será tener un ramillete de amigos estupendos, para otros dedicar la vida a ayudar al prójimo y, para algún intrépido, buscar la felicidad a cada paso del camino.
No siempre es fácil reconocer esa verdad, entre otras cosas, porque no siempre estamos preparados para ello. Hay verdades que duelen, que te obligan a deshacer el camino recorrido, a comenzar otro muy distinto desde cero cuando ya pensabas que habías llegado a la cima. Al pisarla e ir a clavar la bandera te has dado cuenta de que ese nunca fue tu objetivo, pero les quisiste dar la razón a los que te convencieron de que sí. Creíste que deseabas ese puesto, esa pareja, esta casa enorme en el campo por mucho que te encantara tu estudio en Malasaña.
Menos mal que nunca es tarde si la dicha es buena, que el partido acaba cuando suena el pitido final, que siempre hay tiempo de abrir la caja de Pandora para dejar que lo importante te golpee donde tenga que golpearte y sanar las heridas a base de coherencia con los propios principios. Deberían enseñarnos en el colegio a diseñar nuestro día ideal, tan distinto para cada uno, haciendo constar cada mínimo detalle: cómo me vestiré para ir a trabajar, qué desayunaré, de quién voy a rodearme en mi día a día, me reiré mucho, no tendré coche, seré dueño de mi tiempo. Que mi premio no sea que me den la razón, sino tenerla.
Texto publicado originalmente en El Español (20/12/19)Nata Moreno era actriz. Ella actuaba en obras de teatro, se iba de gira, hacía pelis. Todo le iba estupendamente. Un buen día, las ofertas dejan de llegar, un clásico en los oficios artísticos y en los no artísticos. Se queda embarazada y se ve invadida por las maravillas, el miedo y las incertidumbres que ello conlleva, y que se unen a las propias del desempleo.
La pareja de Nata se encontraba en el mejor momento de su carrera: reconocimiento, viajes, triunfos a tutiplén. Él va directo a la luna mientras ella espera en casa, comiéndose el coco, sin reconocer demasiado ni su vida ni su cuerpo. Quién soy y qué voy a hacer. En medio de su maraña mental, Nata se planteó la separación con el padre de su barriga, o no, o sí, o qué.
En una de esas tardes de espera y sarao mental, Nata recibió veinticinco cajas que provenían de Beirut. Su suegro había fallecido y, entre cartones, dormíanmás de cuarenta años de fotos, grabaciones y recuerdos de ese hombre que se lanzaba en cohete camino al estrellato. Ya en el estrellato mismo.
– Lo que me faltaba era una montaña de cosas viejas estorbando en la habitación del bebé. Voy a abrir esto, me quedo con cuatro trastos y el resto lo tiro.
Caja tras caja, Nata desenterró la historia de aquel abuelo armenio que en 1915 se salvó de genocidio gracias al violín que pusieron en sus manos unos músicos. Tú di que eres parte de la orquesta y no tendrás problemas. Rescató la pasión de un padre que, enamorado del instrumento, lo colocó en las manos de su hijo de tres años. Compartió el dolor de una madre que vio como un chaval de quince años emigraba a Alemania para ingresar en uno de los conservatorios más importantes del mundo. Beirut y sus bombardeos no eran lo que un prodigio de la música necesitaba.
Ya sé lo que voy a hacer con mi desasosiego: convertiré mi maraña cerebral y estas cajas en un documental. Contaré la historia del mejor violinista del mundo y quizás así le entienda mejor a él y a todo esto que me está pasando. Mi marido es Ara Malikian y yo necesito reinventarme. No he cogido una cámara en mi vida, no tengo equipo, no sé cómo hacerlo, pero lo haré.
Nata pasó los siguientes cinco años dibujando esa historia que se entrelazaba con la suya incluso antes de conocer al genio del pelo rizado. El violín salvó a aquel abuelo armenio, salvó a Ara en muchos momentos y ahora la salvaba a ella de diluirse entre aplausos ajenos, soledad y biberones.
Ella quería, como muchas, ser feliz. Nada más y nada menos. Para conseguirlo, se agarró a una cámara; escaneó, en su casa, una a una, todas las fotos que aparecerían en su documental. Se sentó al lado de un montador,durante seis meses, diez horas al día: esto sí, esto no. Viajó a Beirut, a Alemania, a Armenia en busca de las piezas que le faltaban a ese puzle que completaba la historia de los antepasados y de los que estaban por venir.
Se enfrentó a las dificultades que conlleva el exprimir las emociones de quien no las manifiesta con facilidad. La comunicación con alguien que se expresa casi exclusivamente mediante unas cuerdas no es fácil, para nada. Nata ensobró, el pasado miércoles, todas las invitaciones que se entregarían en el preestreno de su obra a la puerta de los cines Callao.
En estas historias, la de Nata y la de Ara, rebosantes de amor y de honestidad, sorprende la mirada inocente de un hombre cuya vida da para otras diez películas; la disciplina, la pasión y las ganas de aferrarse a un propósito impregnado de significado. Nata Moreno, ahora directora, ha creado una aventura vibrante, entretenida y conmovedora. Una vida entre las cuerdas nos regala kilos de inspiración, disfrutémoslos.
Texto publicado originalmente en El Español (25/10/19)Hoy, al leer la prensa para decidir sobre qué trataría esta columna, me he encontrado con la amalgama de desastres habituales: los políticos discutiendo, media España inundada y varios titulares relacionados con terribles asesinatos. Ana Julia, el cabrón de Valga y otro que ha apuñalado a su mujer delante de sus dos niñas. Tremebundo todo.
Tan tremebundo como cualquier otro día, solo que hoy prestaba especial atención, un poco porque el mindfulness está inundando mi vida y un bastante porque las ansias de inspiración te sitúan el coco en posición de alerta ante cualquier estímulo. Si no fuera por eso, no sentiría la repulsión que ahora ocupa mi estómago. Ni la incredulidad. Ambas sensaciones se mezclan de una manera extraña: no es posible que exista gente tan malvada, pero existe. Lo estoy leyendo. He conocido a algunos. Pero no puede ser. Y vuelta a empezar.
Y es que ese es un gran problema para los que no somos unos psicópatas: no nos creemos que nadie sea capaz de disfrutar con el sufrimiento ajeno, por eso dejamos que algunos de esos bicharracos se cuelen en nuestro vecindario, en nuestras casas y en nuestras camas, una y otra vez.
Siempre hubo una primera señal que ignoramos por nuestra falta de fe en el demonio. Craso error. Por más que la evidencia nos golpee a diario, ignoramos el hecho de que gente tan similar en apariencia a nosotros maltrate a sus semejantes, abandone a sus mascotas, sea racista y homófoba, abuse de niños.
A bote pronto, no hay ningún rasgo llamativo que señale su crueldad: no tienen antenas, ni escamas. Ninguna letra escarlata nos da la alarma. Si esos engendros fueran el frutero de la esquina, el profe de nuestros hijos o nuestro marido, su perversidad resultaría demasiado dolorosa como para ser apreciada. Nos han dicho que los monstruos no existen, tampoco lo que vivimos en las pesadillas. Pero es mentira. Hay maldad en el mundo y es devastadora.
La mayoría no vamos por la vida odiando, ni sentimos la necesidad de humillar al prójimo para sentirnos más poderosos. No queremos ser más poderosos que nadie. No hacemos del engaño una forma de vida; ni de la falta de respeto, una religión. Nos han enseñado a ser buenos y eso incluye no pensar mal. Pero piensa mal y acertarás.
No hace falta recurrir a los casos extremos que ocupan titulares. Engaños, estafas, traiciones están a la orden del día y nunca lo vemos venir, porque si lo hiciéramos correríamos hacia otro lado. Solo que sí lo vemos venir y decidimos mirar hacia otro lado, ignoramos a nuestra intuición, esa que nos ahorraría tantas calamidades si la tuviéramos más en cuenta. A algunos les salvaría la vida. Ay, el primer gesto amenazante, aquella palabra fuera de lugar, las mentirijillas. Es imposible que una madre odie a un hijo; no puede ser que, el mismo que me dice que me ama, rompa el cristal de la mesa con mi cabeza; no imagino que un amigo pueda robarme.
La paciencia y la resistencia ante los abusos, sean del tipo que sean, no tienen límite, sobre todo si los justificamos continuamente. La capacidad de los satanases para manipular, tampoco. Nos volvemos ciegos y sordos, convencidos de que ojos que no ven, demonio que no ataca. Otra mentira.
El primer paso para huir del bicho es saber que los bichos habitan en cualquier parte. El segundo, afilar nuestros sentidos porque, tarde o temprano, se dejará ver. Para entonces, debemos ser implacables, abandonar al insecto a su suerte, plantarnos la armadura, el casco y el airbag que nos protegerán de sus patrañas. Contarle a todo quisqui que el demonio existe y está entre nosotros.
Texto publicado originalmente en El Español (20/9/19)He reivindicado, desde siempre, la importancia del sentido del humor. La necesidad de tenerlo presente en todos los aspectos de la vida, incluido el literario. Me aburren soberanamente los que prescinden de él por postureo, por el temor de que alguien pueda pensar que, escribiendo desde el humor, se le resta importancia a según qué temas. No es así, ni de lejos y ya andamos hasta arriba de dramones. Un poco de purpurina, por el amor de Dios.
El humor nos salva la vida, a veces literalmente. La risa genera endorfinas, serotonina, reduce el estrés, genera conexiones sociales, nos relaja, mejora el sistema inmunológico y, sobre todo, nos convierte en seres felices, que es todo lo que deberíamos querer ser.
A mi necesidad exacerbada de reír cada día, al uso del sentido del humor como brújula existencial y medicina, se le ha añadido en las últimas semanas el sentido del amor. Probablemente ha estado ahí desde siempre y simplemente lo he descubierto al arrancar otra capa de esta cebolla que somos los humanos. Me urge saber qué aparecerá bajo la próxima. En mi diccionario personal, el sentido del amor es mucho más amplio que lo que denominamos amor.
Es la alegría de Benedetti, las mañanas de verano en las que disfrutas de tu café cuando aún hace fresquito, la ciudad donde has elegido vivir, una canción que te recuerda quien eras hace veinte años, la vuelta al cole. El sentido del amor es el que nos conecta con los amigos de verdad, esos que te envían un mensaje aún de noche para que te despiertes contenta, o antes de que aterrices de un vuelo transoceánico, escribiendo las palabras necesarias para protegerte del hostión de realidad, para regalarte un airbag tamaño cama doble en forma de empatía, cariño inmenso y generosidad asalvajada.
El sentido del amor es ese que te adora siempre, seas el alma de la fiesta o una piltrafa llorosa con el rímel corrido, te ama cuando repartes y cuando reclamas, cuando protestas y cuando suplicas.
El sentido del amor nos cuenta que esto va muy rápido y que hay que aprovecharlo, ya sea no haciendo nada o haciéndolo todo. Nos obliga a perseguir nuestra pasión allá donde se esconda, porque la ilusión es lo que diferencia a los vivos de los supervivientes. Nos empuja a buscar la paz, la de dentro, claro. A llenar hasta los topes los pulmones y a confiar en que siempre habrá más oxígeno. A vernos y a escucharnos, aunque a veces no nos guste lo que tenemos que decirnos. Nos asegura que todo está bien aunque no todo esté bien. Nos convence de que nos adoremos cuando somos quienes queremos ser y también cuando no. Andamos por ahí despistados, pero ya volveremos cuando baje la marea. Siempre lo hacemos.
El sentido del amor nos ayuda a distinguir lo que es amor de lo que no lo es, aunque ande bien disfrazado. El amor de verdad es alimento, no aspiradora. No nos exige que pidamos permiso. Nos da fuerza para defender lo que nos gusta, aunque nadie lo entienda. Para pasarnos por el arco del triunfo las opiniones ajenas. Yo me ocupo de mi sentido del amor, ocúpate tú del tuyo, que bastante tienes. Nos cura del síndrome del impostor. Pone el reloj a cero para que volvamos a empezar, cada día si hace falta. No creo que pueda haber sentido del humor sin amor, ni a la inversa. No podemos reír con ganas sin querer y sin que nos quieran. Amemos, riamos, vivamos.
Texto publicado originalmente en El Español 2/8/19)
Como lectores, somos conscientes de la huella que un libro puede dejar en nuestros cimientos: el antes y el después, el olor y el sabor. Algunos sueñan con situarse al otro lado, pariendo historias. Pero los escritores son seres extraordinarios, dotados de unos superpoderes vetados al resto de los mortales, con una sensibilidad fuera de lo común y algo muy importante que contar. No como nosotros. A quién le voy a interesar. No tengo lo que hay que tener.
Y, sin saber muy bien cómo, un 23 de abril te encuentras firmando ejemplares de tu novela en la ciudad que te vio nacer, en esas Ramblas que paseabas de pequeña, rosa en una mano, pa de Sant Jordi en la otra. Y tú eres la que está al otro lado de esa mesa, bolígrafo en mano, incrédula, con tu nombre en un membrete y una hilera de gente delante, esperando entre los empujones de la multitud a que estampes un rayajo en su libro, ese que tú escribiste mientras seguías con tu vida de persona ordinaria que cocina, lleva a sus hijos al colegio, pone lavadoras y viaja en metro. En algún momento se te ocurrió que quizás podías contar algo que nadie había contado. Y lo hiciste. Y te leyeron. Y seguiste escribiendo, lo convertiste en tu manera de respirar. Ahora escribes porque no puedes no escribir. Lo harías aunque nadie te leyera y lo haces a pesar de que te leen. Encontraste el sillón desde donde ver el mundo y también aquel en el que te sentarías para describirlo. Y te creció un traje de super escritora debajo de la ropa y empezaste a ver realidades que los demás no veían y a oír sonidos que los demás no oían. Ahora eres una antena gigante que capta señales del exterior y también del interior con una intensidad y una claridad tremendas.
El mundo se ensanchó más allá de lo imaginable porque te convertiste en múltiples personajes. Aprendiste que se puede contar más allá de lo escrito porque, en ese camino de la literatura que Rosa Montero describe como amargo, decepcionante y, a menudo, humillante se encuentran los hilos que manejan tus entresijos y también los que te conectan con tu lector. La complicidad con el desconocido que, tan desnudo y vulnerable como tú, se rinde ante las palabras que antes te poseyeron a ti. Él subraya pasajes que ya no son solo tuyos, que son de todos, y esa exposición en rotulador fosforescente no resta intimidad, sino que la potencia. Te ha entendido mejor de lo que creías posible. Podría haberlo escrito él, pero no lo ha hecho, para eso estás tú, para volcar tu vida en la vida de otros y generar una antes y un después, un olor y un sabor. Para que se mire en tu espejo y sienta que son sus alegrías, sus tristezas, sus amores, sus desgracias las que tú estás dibujando. Para que os fundáis en dos caras de la misma moneda.
Podrías detallar cuál era tu rutina antes de dedicarte a escribir, a qué hora te levantabas, a qué destinabas las horas de tu agenda, pero te es imposible recordar quién eras. No sabes para qué te levantabas cada mañana, de qué estaban hechos tus sueños o si los tenías. Has olvidado desde dónde observabas esta vida que ahora solo concibes como una concatenación de historias que se entremezclan con la tuya. Tú no sabías que se podía ser tan feliz. No tenías ni idea de lo surrealista y sanador que es crear algo que antes no existía, cuán superlativo es colarte en los corazones ajenos desde el propio, que la vida es mucho más vida cuando decides escribirla.
Texto publicado originalmente en El Español (26/4/19)
Me impresiona la palabra cáncer. Me da mucho miedo. De un tiempo a esta parte, el verla escrita me arranca el aire de los pulmones. Poco a poco lo recupero y todo vuelve a su sitio. O no: hay viajes tras los que uno nunca vuelve al lugar de donde salió. Hay manotazos de la vida ante los que solo cabe flotar y buscar la orilla. Imprevistos que dejan cualquier preocupación cotidiana a la altura del betún, que te obligan a relativizar y que, en el mejor de los casos, te abren los ojos ante las maravillas que son la amistad, la belleza y la vida.
Hoy me encuentro con las dos caras de la moneda. En una mano llevo a alguien que se enfrenta a la enfermedad con una valentía y una fuerza que me resultan tan incomprensibles como ejemplares. Con la otra me aferro a un científico que, incansable, dedica su vida a buscar la cura. Eduardo López Collazo, director del IdiPaz, físico nuclear e inmunólogo, pasa las horas, los meses y los años en el laboratorio, con su equipo, intentando entender ese conjunto de enfermedades que denominamos cáncer. Eduardo, al poco de publicar su libro ¿Qué es el cáncer? me lo entregó junto con una petición: yo fui sincero con tu libro. Dime realmente lo que piensas. A mi pregunta de por qué creía que debía leerlo, me contestó que la única forma de vencer a un enemigo es conociéndolo.
Sabía que lo leería del tirón, así que esperé a los aviones que me ocuparon esta semana. Seré sincera, Eduardo: me quedé sin aire varias veces. No soy buena enfrentándome a mi vulnerabilidad y a mi pánico. Pensé en dejarlo, pero no lo hice. Menos mal. En esa especie de novela corta en la que trenzas ciencia y vida, en la que aparecen amigos tuyos que enfermaron y que me constan que son reales, he aprendido mucho. Ahora sé que la historia de la ciencia es una de fracasos con escasos chispazos de triunfo que hacen que todo el esfuerzo valga la pena y que supongan un punto de inflexión para la humanidad. He aprendido que la inmunoterapia es el gran salto para que esas defensas que no funcionaron en su momento y nos dejaron enfermar, vuelvan a desempeñar su trabajo.
Sé de dónde viene tu pragmatismo desbordante: sin ese patrón mental sería imposible enfrentarte al reto de acabar con el monstruo. Y comprendo que, aún así, sufres igual que el resto de los mortales cuando es alguien cercano el que está enfermo. Ahora entiendo la pasión que demuestras por tu profesión, tu para qué es de esos que hacen la diferencia. Hoy mismo me has contado que un equipo español ha curado un tipo de cáncer de páncreas en ratones, que es un trabajo titánico, que queda mucho para una aplicación en humanos, pero que es un paso gigantesco.
Le pregunté a Eduardo, tras acabar su libro, si curará el cáncer: ese es mi sueño desde pequeño, y yo cumplo mis sueños, amiga. Que nací en Jovellanos, un pueblo perdido de Cuba, y mira por dónde ando. Me convenció, porque así es él y porque necesito creerle. Devanándome los sesos para encontrar mi utilidad en esta ecuación, volví a interrogarle. “¿Y qué necesitas para hacerlo?”, como si fuera a encontrar lo que me pidiera en un supermercado. Dinero, amiga, dinero. Y recordé cuando esa falta de recursos para la ciencia se me antojaba como algo lejano y, por ignorancia, ni me planteaba su prioridad.
Cuando conocí a Eduardo y entendí la importancia de esos proyectos, empecé a enfadarme. Porque hablamos de algo tan tangible, contable y abundante como el dinero. No magia, no suerte, no piedras filosofales: dinero. Para cuando ha aparecido el manotazo, mi indignación ya era máxima: esto depende solamente del dinero. En breve elegiremos a los que parten y reparten ese único bien indispensable que sirve para cambiar vidas. Solo una cosita, Señores Repartidores de Dinero: hagan bien su trabajo.
No tengo claro si es una película, un documental o un exorcismo, pero sí que, desde que la vi hace un par de días, llevo esa historia en la mochila, sumada a la mía. Me he rendido ante ella. Me he postrado ante la expresión de Julieta Serrano y su generosidad sobre esa pantalla enorme. Desgrano; analizo; repito frases en voz baja; siento nostalgia de un tiempo que no he vivido; quiero vivir en esa casa de la película, que es la casa de Almodóvar; me pierdo en la mirada eterna de Antonio Banderas que, de tan hipnótica, a momentos me distraía de la historia; se han recargado las pilas de la inspiración porque me han enseñado la piel que hay detrás de la piel.
Aplaudo sola ante la interpretación gloriosa de Antonio Banderas, que camina relajada sobre esa línea milimétrica que hay entre la ficción y la caricatura. Qué tipo de magia ha creado para que, con esa belleza suya, tan abrumadora, tan malagueña, estemos viendo a un Almodóvar que para nada es físicamente parecido a él. Cómo lo hace para convencernos de que ese cuerpo atlético es un cuerpo enfermo. Para que se nos olvide su cuerpo. Cómo son esos gestos en los que el actor se transparenta para mostrarnos al verdadero protagonista de la historia, también transparente.
La mirada intensa de Antonio me distraía del relato, pero luego volvía a sumergirme en ese ejercicio glorioso de sinceridad que se ha marcado Pedro en el mejor estreno español del año. Normal que triunfe: a los espectadores nos gusta la verdad. Y les contamos a nuestros conocidos que vayan a disfrutar esa verdad, que saldrán del cine con más peso, con más vida.
Algunos esperábamos a este Almodóvar desde hacía tiempo. Y no lo digo desde la crítica, sino desde la alegría. Soy de las que piensan que, cuando alguien desarrolla una capacidad artística tan demoledora como para convertirse en un género en sí mismo, tiene todo el derecho a equivocarse sin que se le tenga en cuenta. Se lo ha ganado a pulso.
El uso del color como elemento de expresión, la delicadeza constante en cada detalle, los diálogos inconfundibles que se te clavan en el esófago, esos personajes abiertos en canal ante nosotros, la valentía que implica la creación, mucho más cuando te estás exponiendo sin red alguna, ofreciéndote en carne viva. Quizás Almodóvar ha llegado a un punto en el que necesitaba recordar lo de entonces para entender lo de ahora. A veces hay que rascar, desabrochar armaduras, tirar el maquillaje a la basura.
No es fácil contar tu historia y que el resto del mundo tenga algún interés en escucharla. Que la entiendan es muy complicado. Que la hagan suya es la cuadratura del círculo. Está hablando de mí, cómo es eso posible, si no me conocen de nada. La emoción genuina nace de la relación entre el lugar desde donde la gestas, que será el mismo en el que aterrizará dentro del espectador. Encajar todas las piezas del puzzle, plantarse ante el vértice en el que se cruzan honestidad, creatividad y ganas es un trabajo tan agotador como refinado. Y a veces te resistes a encontrarlo, porque la vida se te enreda entre las raíces de la mollera, porque bucear en ciertos territorios escondidos duele tanto que prefieres quedarte en la superficie. La sensibilidad, a veces, es angustiosa. Valoremos a los que se revuelcan en ella día tras días para regalárnosla.
No es lo que son los artistas, que también, es lo que somos nosotros frente a su arte. Somos más libres, mejores personas, más bonitos. Y eso siempre es de agradecer.
Texto publicado originalmente en El Español (29/3/19)
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