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En medio de este sarao: celebrémonos

En medio de este sarao: celebrémonos

Una de mis ocupaciones, desde que empezó lo que yo llamo “La Mierda Marciana” (en adelante L. M. M.) es leer o visualizar contenido relacionado con el funcionamiento de nuestro coco. Hoy le ha tocado a una charla entre Anne Igartiburu, sabia donde las haya en esto del desarrollo personal, y Elsa Punset en la que hablaban, entre otras cosas, de que el cerebro humano poco ha evolucionado desde que andábamos en las cavernas, por eso está programado para la supervivencia. De ahí que le prestemos mucha atención a todo lo que da miedo, vaya a ser que nos aniquile un mamut o un diplodocus en pleno supermercado.

Pero claro, ese cacharrito que tan útil era cuando los dinosaurios acechaban se ha quedado un tanto obsoleto, porque nos acojona ante lo más nimio, equiparando un atasco en la M-30 con el ataque de una manada de ñus rabiosos. Me da pánico que me despidan, enfermar, que mi vecino se vuelva más majara de lo que está y nos empuje escaleras abajo, que mi pareja me abandone, etc.

Comenzamos a generar cortisol como si no hubiera un mañana, jorobando el sistema inmune en su totalidad, pero eso sí, chorreamos adrenalina, que nos llena de potencia para salir por patas para que no nos devoren. Todo de lo más inservible y de lo más dañino en pleno siglo XXI.

Vivimos aterrorizados mientras nos perdemos lo bueno de la vida (que es la vida misma) y la cabeza nos da vueltas como a Bitelchús, enredados en desgracias que son, o inevitables, o que no pasarán jamás de los jamases, con el cuerpo descuajeringado perdido entre subidones de azúcar, contracturas y úlceras. Conclusión: hay que engañar al cerebro porque lo que se lleva ahora no es sobrevivir, sino vivir.

Sí, en pandemia también.

Dice Elsa Punset que una de las herramientas para hacerlo es celebrar. “¿El qué?”, diréis. “Con la que está cayendo”. Pues con la que está cayendo celebremos que estamos aquí, escribiendo o leyendo esta columna; el otoño, que nos libra de los cuarenta grados. Celebremos que abrimos el grifo y sale agua potable, maravilla donde las haya.

Y, ante todo, celebrémonos.

Celebrémonos manteniendo los irrenunciables a raya: durmamos ocho horas, comamos equilibrado, movamos el esqueleto. Porque cuando el tiempo apremia, lo primero que tiramos a la basura es nuestro bienestar y, sorpresa, este amasijo de carne y huesos nos tiene que acompañar para los restos, que serán más breves si nos descuidamos.

Celebrarse es también gestionar ese tiempo que, increíblemente, se convierte en nuestro enemigo a medida que crecemos. La vorágine vital arrastrándonos a dormir cinco horas al día, comer cualquier guarrada y no ver a nuestros amigos en meses. Somos el burro tras un zanahoria que ni siquiera identificamos. Yo corro, ya pensaré para qué otro día.

Desde que L.M.M. comenzó, afortunadamente la venta de libros se ha multiplicado por siete, la de cosméticos también ha aumentado considerablemente. Las tiendas de decoración y las empresas de reformas no dan abasto. Algunos queremos nutrirnos intelectualmente, vernos guapetones, que nuestra casa sea bonita de narices, porque es nuestro templo y nos encanta sentirnos a gusto en ella.

Está demostrado que aquellos que mantienen relaciones de calidad viven más años, están más sanos y son más felices. Eso en circunstancias normales, no te cuento en medio de L.M.M. Así que celebremos la amistad, porque nos alegra la vida y también nos la salva.

Engañemos a nuestro coco arcaico y cascarrabias, aplaudamos ante lo más nimio, seamos felices porque aunque no nos lo parezca, podría irnos peor.

El tiempo es oro, pero ¿cuánto oro?

El tiempo es oro, pero ¿cuánto oro?

Nos pasamos la vida devanándonos los sesos sobre cómo ganar pasta, sobre cómo invertirla, sobre cómo ahorrarla. Decidimos lo que podemos o no podemos hacer y permitirnos en función de cuánto hay en el banco. Todo esto teniendo en cuenta que el dinero es algo recuperable, no como el tiempo. Un factor al que le prestamos mucha menos atención siendo un bien mucho más escaso y, por lo tanto, extremadamente valioso.

La mala gestión del tiempo es la mala gestión de la vida. Todos caminamos sobre una cuenta atrás de final desconocido sobre la que no recapacitamos. No es común que alguien te diga “no sé dónde han ido a parar los tres mil euros que tenía en el banco”, pero cada semana nos contamos que “no sé en qué se me ha ido el día”. Tres mil euros que puedes volver a ganar; un día que se ha perdido en la alcantarilla de la indecisión y la inacción.

No nos enseñan lo importante de la vida: la gestión de las emociones, quiénes somos y cómo organizarnos para que nos pase lo que queremos que nos pase. Ni siquiera sabemos cómo dilucidar qué queremos que nos pase. Pero las cordilleras y las capitales africanas al dedillo, oiga usted.

Como todo lo importante de la vida, organizar nuestro tiempo va de dentro afuera. Escribir tareas en la agenda es facilísimo, lo difícil es saber si van a llevarnos al lugar deseado; si honrarán nuestro propósito vital, el famoso Ikigai; si, tras su ejecución, seremos quienes queremos ser. Si nos consideraremos personas exitosas según nuestra personal e intransferible definición de éxito. Para unos es tener una casa enorme; para otros, vivir navegando. Disfrutar la libertad de elegir, en el sentido más amplio posible, debería ser un factor irrenunciable.

La frustración llega con el manido “no llego a todo”, como si eso fuera posible. Todo, a lo bestia, lo que me echen, sin cuestionarme que pretendo ejecutar seis tareas de cuatro horas cada una en un solo día. Porque más valgo cuanto más hago, aunque lo que haga sea, en el fondo, una nada agotadora. Las horas frente a la pantalla por encima de la productividad. La ignorancia de lo que es la eficacia, que no es lo mismo que la eficiencia, que tampoco sé de qué va.

Deberíamos simplificar nuestra vida para sacar el máximo partido a ese temporizador sobre el que vivimos, pero para saber con qué quedarnos necesitamos saber qué es lo importante y deshacernos de todo lo demás. Y lo importante es lo que nos provoca felicidad, o bienestar, o tranquilidad o llámalo como te dé la gana. Vivir no solo con lo que necesitamos, sino también con lo que queremos: el concierto de mi cantante favorito, mis clases de baile, los sábados en bici por la montaña, las tardes de cine, los paseos interminables por las calles de mi ciudad. Validar mis deseos por encima de juicios ajenos, que esa es otra, todos opinando sobre qué haces con tu bien más escaso y valioso.

Es imprescindible detectar cuáles de nuestras tareas son las que provocan el resultado que buscamos, para solo dedicarnos a ellas. Saltar de la rueda de hámster y analizar nuestras horas. Ser creativos en el diseño de nuestra vida. Quizás esos patrones heredados no son los que se ajustan a mi plan, porque quiero trabajar tres días por semana, o hacerlo desde cualquier lugar, o que me paguen por lo que sé y no por lo que hago.

No le damos valor al tiempo porque, entre otras cosas, no sabemos cómo valorarlo: puede ser en euros, en felicidad, en lo que decidamos. Solo si lo medimos podremos gestionarlo.

Las cosas por su nombre

Las cosas por su nombre

El lenguaje está directamente relacionado con nuestros procesos mentales, con cómo conceptualizamos nuestro entorno y a nosotros mismos. Las palabras que usamos determinan nuestros pensamientos y, por ende, nuestras actuaciones.

Resumiendo, lo que nos decimos nos cuenta cuál es nuestra realidad y nos indica qué hacer ante ella. Una palabra que en español es de género masculino, como sol, para nosotros es potente, mientras para los alemanes, que disfrutan del astro en femenino, es algo más acogedor y gustoso.

Parece que el uso de palabras genéricas en masculino, como piloto o perito, reduce el número de mujeres que recordamos en esa profesión y también influye sobre la proporción de varones o hembras respecto a un grupo que tenemos en mente. Seguro que también tiene algo que ver en nuestras aspiraciones y esperanzas.

No voy aquí a postular por pilota o perita, tranquilos, pero sí por cuestionarnos hasta qué punto generalizamos mentalmente dependiendo de una A o de una O. También por recapacitar sobre las diferencias entre resolutivo y marimandona, o minucioso e histérica, por hablar de otros palabrejos usados a menudo en función de qué letras hay en mis cromosomas.

Ya que lo tenemos claro, la pregunta es por qué no lo usamos a nuestro favor, y no solo cuando hablamos de género. También nos empeñamos en suavizar el lenguaje, en ablandar el pico para caminar sobre unas medias tintas sin demasiado sentido.

Por ejemplo, la conocida zona de confort: ese trabajo que no te gusta, un matrimonio que te hastía, un cuerpo que te pesa más que impulsarte. A qué alma de cántaro se le ocurrió titular a eso confort o, lo que es lo mismo, comodidad.

Probablemente a alguien incapaz de hacer el esfuerzo por escapar de una situación a la que deberíamos denominar cárcel emocional o mierda descomunal o si me quedo un minuto más, me tiro por el balcón. Habría que ver entonces cuantos se quedaban ahí, inertes, viendo la vida pasar. Seguro que muchos, pero sin excusa.

Seguimos con las inexactitudes que son mentira. Como mi marido me ayuda en casa, pues qué ideal es y qué suerte tengo, como si no viviera ahí, como si los niños fueran del portero. Porque si te pones objetiva y numérica y ves que te zampas el 90% de las labores domésticas, te entra un desasosiego extraño, un mosqueo muy molesto. Normal. Pues nada, canto en los dientes si baja la basura, maja.

Lo mismo pasa con las personas. Nos mentimos acerca de ellas porque no nos atrevemos a dejarlas marchar. Porque un novio que te marea quizás en el fondo no es especialito, sino un pedazo de cabrón.

Lo mismo con algunos familiares o supuestos amigos.

Y es que las cosas son lo que son, no lo que se dice que son. Ojo con las patologías que algunos llaman amor en lugar de dependencia, egoísmo o maldad absoluta. Qué miedito.

La diferencia entre ser y estar también daría para un buen debate y para la curación de muchos complejos, así como la confusión entre lo normal y lo común, que nos lleva a vivir la vida de otros que no sabemos ni quienes son. A meternos en cajas que nos aprietan y que huelen fatal.

Lo que percibimos como imposible, razonable o difícil decreta cómo gestionamos nuestra vida. Si en lugar de sueño lo llamamos meta, igual movemos el culo para conseguirlo. Ah no, que estoy la mar de a gusto en mi zona confortable, aunque me pinche y me duela.

No es lo mismo querer, que necesitar, que poder. Lo suyo es querer muchas cosas y necesitar pocas. Y poder hasta donde te dé la gana. Hay cosas que se saben y hay otras que se deciden, entre las unas y las otras anda oculto el criterio y el pensamiento crítico. No estoy tan mal es estar fatal. Mejor saberlo para solucionarlo.

La belleza como asignatura

La belleza como asignatura

Cada año, con la inminente vuelta al cole, las mariposas estomacales me visitan. Son mis hijos los que estrenarán lápices, pero yo no puedo evitar, ni quiero, recordar los nervios previos al inicio de mi colegio de la Costa Brava. Fui muy feliz allí: me encantaba pasar todo el día con mis amigas, se me daban bien los estudios y, de alguna manera, era consciente de que aquel paraíso un día terminaría. Cómo me gustaría trasladarles a mis retoños la importancia de lo que están viviendo. Y no me refiero al contenido académico, sino a la cantidad de vida que encierran esos muros.

Exprimidla, chavales, porque es maravillosa y es bella, aunque ahora no lo sepáis. De un tiempo a esta parte, filosofo mucho sobre la belleza, probablemente porque en la cuarentena, como tantos, sentí la necesidad imperiosa de rodearme de ella: una tetera, lechera a juego, las flores que llegaban por mensajería, pijamas nuevos. Ropa cómoda, pero con rollo. Bien de cremas en piel y pelo. Perfume para mí y velas para la casa. Cuando pudimos salir, paseé hasta el Templo de Debod y fui a ver el Ayuntamiento; pedí hora en la peluquería, en el salón de belleza; me acerqué a desayunar en esa cafetería donde te sirven el té en unas tazas preciosas a juego con los platos, todos diferentes.

Que la belleza no es un lujo, sino una necesidad humana lo he tenido que aprender de mayor, gracias a un encierro horroroso. Ojalá me lo hubieran enseñado mis monjas de Lloret de Mar. Ojalá se lo contaran en el cole a mis hijos, para reforzar mis charlas de madre pesada. La belleza lo es todo, porque la cultura es belleza y la ignorancia no lo es. Y en la distinción entre lo uno y lo otro se encuentra el secreto de la vida y de la felicidad.

Buscar la belleza en la vida cotidiana nos cura de la dejadez y la degradación. Nos ilusiona, nos llena el espíritu, y de todos es sabido que la plenitud es enemiga de la mediocridad. Lo feo es molesto y enervante; nos llama la atención, pero para mal. Los actos bellos originan consecuencias positivas y ya sabemos cómo funciona lo opuesto. No son bonitos la crítica, el cotilleo, la humillación, la violencia, el insulto, la mala educación, los gritos, la suciedad, el caos. Sí, en cambio, la sabiduría, la discreción, la libertad, el respeto, la escucha, la empatía, la solidaridad y la compasión.

Que les enseñen a crear belleza, ya sea en un texto, sobre un lienzo, en una sonrisa, con un taco de plastilina, bailando, cantando, besando, riendo, cocinando. Que generen relaciones bellas. Digámosles a nuestros niños que, ante la duda, escojan lo más hermoso. Que hagan de su entorno un lugar en el que apetezca estar, ya sea su casa, o el mar, o un bosque. La limpieza y el orden son bellos y te aclaran las ideas. Si te rodeas de porquería, pensarás porquería y harás porquería. Y te sentirás porquería, claro. No falla. No hay demasiada distancia entre lo de fuera y lo de dentro. A veces, ninguna.

Que disfruten de la maravilla que es una puesta de sol, una banda sonora de Morricone, “La noche estrellada” de Van Gogh, un campo de girasoles, una cama bien hecha, el olor de las mimosas, las fotografías de Marilyn, el plumaje de un pavo real.

La belleza es remedio, es antídoto, es cuidado y es elegancia. Es convertirnos en lo que queremos ser, en algo que gusta y nos gusta. Es placer y es alegría.

Usemos la belleza como medida de las cosas, como termómetro para saber por donde sí y por donde no, como meta a la que llegar con cada uno de nuestros movimientos.

Todos deberíamos querer ser bellos. Observarnos con perspectiva y discernir si nos gustamos a más no poder. Si cada una de nuestras acciones convierte el mundo en un lugar mejor, más bello. Sabiéndolo nosotros les daremos ejemplo a ellos.

  Este artículo fue publicado originalmente en El Español, el 28/8/20
Devolvednos el verano

Devolvednos el verano

El verano empezó raro ya que un bicho nos robó la estación anterior, de hecho, anda acechando a ver si nos joroba también esta. Esperemos que no, o al menos no del todo. Porque junto a este calorazo que algunos tanto odiamos, reside la chispa y la magia de algo que se parece a la juventud, o que lo es. Bañarnos, sea en mar, río o piscina; caminar descalzos; vivir despeinados porque hay cosas más importantes que hacer, como dormir la siesta o beber gazpacho y horchata a todas horas; priorizar el terraceo con los amigos, como siempre, y como nunca, porque la incertidumbre, por bien que la gestionemos, nos mantiene alerta. Todo esto en el mejor de los casos. El peor mejor no mencionarlo.

Habrá quien no pueda irse de vacaciones por los manotazos de la debacle económica, quien haya estado teletrabajando durante los últimos seis meses, con los niños en casa y sin ningún tipo de ayuda. A ver qué les contamos a esos padres si en septiembre los colegios siguen cerrados, no como los campamentos de verano, que increíblemente comenzaron a las pocas semanas de que acabara un curso que casi no existió, y los bares de copas, que se han convertido en el mejor amigo del bicho y de su difusión.

A lo que íbamos, vaya verano más raro. Por fuera, porque la libertad cercenada va en contra del humano feliz. Porque probablemente pasarías, como siempre, el verano en el pueblo de tus padres, o en Santander, o en Tarifa, pero justo ahora te apetecía visitar las capitales nórdicas, o Alaska, o Japón. Porque el ligoteo se ha complicado hasta límites catastróficos: con la mascarilla no te ves las caras; sin ella la gente te da miedo; el contacto físico se ha enrarecido y con razón; lo de morrearse es delito y es peligro. Y un verano sin ligoteo no es un verano como Dios manda, para los solteros, al menos.

Por dentro, al menos a mí, la melancolía de los veranos pasados me anda pellizcando el esófago día sí y día también. Quiero volver a ese Nueva York que prometí no pisar más en agosto porque me ahoga el asfalto ardiendo, pero echo de menos mis horas escribiendo en Le Pain Quotidien de Broadway con la 21, con el Empire State contemplándome; mis noches con las amigas que viven allí, callejeando muertas de la risa, sin mascarilla, claro.

Extraño enormemente las cenas con los compañeros del colegio de mi pueblo de la Costa Brava, nuestras anécdotas, las risas, los códigos que uno solo comparte con quien conoce desde los cinco años. Espero el momento idóneo para ir a verlos, pero ese es el problema, que mi momento idóneo es el que a mí me dé la gana, no en el que sea menos probable que me contagie, o que me confinen, o que vete tú a saber, porque lo más raro puede pasar. Porque ya ha pasado.

Los que somos optimistas por naturaleza (o por educación, o por suerte) nos convencemos de que los veranos soñados, no solamente volverán, sino que mejorarán, porque todo se disfruta más cuando es momentáneo, y hemos aprendido que el disfrute sin límites puede serlo. Pero el optimista confía en su capacidad, en hacerlo mejor a la próxima, en que lo que depende de él va a salir bien y, si no es a la primera, será a la tercera. Ahora la incertidumbre nos joroba bastante el panorama, porque no sabemos quién conduce este tren; desde luego no es nadie humano. No hay nada que yo pueda hacer para asegurar mis veranos futuros porque el control lo tiene un bicharraco asqueroso.

Entonces miramos hacia los científicos; sí, esos a los que hemos ignorado hasta ahora, convencidos de que sus superpoderes (y no los presupuestos ridículos que se asignan a la ciencia en este país) obrarán el milagro y les suplicamos que nos saquen de ésta, que nos devuelvan nuestros veranos y nuestras primaveras; nuestras vidas. Me convenzo a mí misma de que lo harán, por mi optimismo y porque en ello están, día y noche. Cruzo los dedos y les rezo. A veces les entrevisto, esperanzada, anhelando las palabras mágicas: lo tenemos. De momento no ha podido ser. Esperemos que sea y que después, y desde ya, les valoremos como lo que son: nuestros salvadores.

Artículo publicado originalmente en El Español, el 7/8/20
Decisiones cuarentenas

Decisiones cuarentenas

Hace un par de días, les pregunté a mis seguidoras en Instagram qué decisiones habían tomado durante esta cuarentena, si el hecho de estar encerradas en casa había supuesto un antes y un después respecto a la inercia existencial en las que muchas veces nos vemos atrapadas.

Las respuestas fueron variadas, pero hubo tres que se repetían muchísimo: he decidido separarme (que levante la mano el que no conozca a alguien en esta situación), voy a convertirme en mi prioridad y dejaré (o he dejado ya) mi trabajo.

Nada que me sorprendiera, la verdad. Día tras día, recibo mensajes de personas que, atrapadas en su propia vida, no ven por dónde escapar. El encierro, a algunos, les ha asomado a un abismo al que no quieren caer. Esos son los afortunados. Otros llevan años lanzándose al vacío día tras día, convencidos de que esa es la única alternativa.

El miedo a lo desconocido nos deja ciegos, sordos y gilipollas respecto a nuestra propia infelicidad, pero hay otro factor que se lleva la palma en la parálisis vital: qué van a pensar de mí. Qué dirán si despierto del letargo y empiezo a caminar en dirección contraria a la que se supone que venía establecida de serie.

Sin darnos cuenta, nos inventamos conversaciones, reproches, decepciones. Decido que mi entorno sufrirá consecuencias catastróficas si practico el libre albedrío. Les haré mucho daño. Soy mala gente.

La ignorancia de que el límite de esto que somos se encuentra en esto que somos y de que no tenemos ningún poder real sobre las emociones del prójimo (aunque ellos intenten convencernos de que sí), nos transforma en marionetas de un ente indeterminado. El convencimiento de que ser los protagonistas de nuestra propia historia es un acto de egocentrismo y maldad nos diluye en aquellos a los que dedicamos horas y pensamientos.

Qué premiada está la entrega absoluta a la maternidad, al trabajo, a la pareja, al cuidado ajeno. Pero es que jamás deberíamos entregarnos a otros, abandonar nuestros deseos, nuestra alegría y nuestra esencia en manos de un entorno que se convierte en responsable de todo lo bueno y todo lo malo.

No tengo tiempo, no sé lo que quiero, no sé quién soy ni para qué he venido a este mundo. O sí lo sé: para ayudar, para hacer felices a los demás, para dar sin recibir. Aplausos, vítores. Y luego, el silencio abrumador. Nadie nos acompaña cuando el ruido desaparece y dentro tampoco encuentro nada porque he dejado mis trocitos desperdigados en las vidas de otros.

Y llega la cuarentena, tan surrealista e inesperada, y la rutina se convierte en un hostión de realidad insoportable. Qué alegría no aparecer en la oficina durante meses, qué insoportable estar junto a mi pareja durante meses, me he dedicado a saber quién soy y qué quiero durante meses.

Y catapúm: después de comerme el tarro durante mil noches, lo digo en alto y espero, resignado, las pedradas que solo llegarán si estoy dispuesto a recibirlas. Que llegan, mayoritariamente, de mi propia mano. Porque los prejuicios ajenos rebotan cuando eres libre de los propios, porque el qué dirán te ahoga en la medida en la que tú te sientes culpable. Y la culpa no sirve de nada, no es protectora como el miedo, o reconstructora como la tristeza. La culpa es una mierda.

No hay cambio sin esfuerzo. Cruzar los dedos de nada sirve si permaneces inmóvil esperando a que alguna fuerza divina solucione tu desastre por ti. Bienvenida sea la catarsis tras la debacle, el volantazo, el giro de guion, el mundo por montera, el Diego en lugar del digo, una y otra vez. Los sabios que rectifican y vuelven a rectificar, la equivocación. Probemos una vida y luego otra y otra más, para ver si nos quedamos con alguna, o con ninguna. Que sea de nuestra talla. Que no nos la presten, porque en algún momento, inevitablemente, tendremos que devolverla.

  Artículo publicado originalmente en El Español, el 3/7/20
Ansiedad y coronavirus

Ansiedad y coronavirus

Mañana se celebra el Día Mundial de la Salud Mental. Este año, más que nunca, deberíamos prestarle atención a nuestras cabecitas. La pandemia no solo afecta a nuestro cuerpo, también a nuestra mente y a su estabilidad, que ya andaba un tanto coja.

Tenemos miedo a ponernos enfermos; a dar positivo, porque eso supone el confinamiento, tan triste y tan aspirador de vida; a que manden a los niños a casa, a ver cómo me lo monto en el trabajo; a quedarme sin trabajo si es que no ha pasado ya; a que mis padres se contagien.

Un sarao monumental, la verdad. Y sobre él, todo lo que ya nos zampábamos: el estrés laboral, de la casa, los madrugones para llegar a ese todo que nos han vendido y que es imposible. La desconexión total de nuestras necesidades y querencias. El cortisol y la adrenalina saliéndosenos por las orejas. Esto sin contar patologías previas y diagnosticadas.

En tiempo de coronavirus, la ansiedad es la reina del cotarro. Quien ya la sufría, lo está flipando. La imposibilidad de control ante lo más nimio choca de frente contra este trastorno tan habitual como terrible. Muchos que no la conocían se han topado con ella durante los últimos seis meses. No sé qué me pasa, me ahogo, me voy a morir, pierdo el mundo de vista. Pero no te mueres, es tu cuerpo, encendiendo la alarma porque algo que anda oculto lucha por salir y se manifiesta como buenamente puede.

A la impotencia por sentirla se une el temor por la incomprensión, la propia y la ajena. Si no me estoy muriendo realmente, tampoco es tan grave, pero lo vivo como una catástrofe. Y es que así es nuestra cabeza de cabrona.

La solución, por llamarlo de alguna manera, pasa por entender qué, por qué y para qué nos sucede semejante asquerosidad. Para ello es necesario acudir a un profesional, ya sea psiquiatra o psicólogo, alguien que nos ayude a bucear en las verdaderas razones de la desazón, a encontrar el interruptor que nos dispara. El rodearse de quien nos atienda y nos entienda es imprescindible para capear la tormenta de la mejor manera posible. No temamos medicarnos si nos ayuda a sobrellevar, de la misma manera que no lo hacemos cuando nos duele la cabeza o necesitamos antibióticos. Dejémonos de prejuicios y de ignorancia.

No nos avergoncemos, no somos nuestra ansiedad, de la misma manera que no somos nuestros pensamientos. Ojo, ni los nuestros ni los de aquellos que nos rodean y que quizás acrecentan el desasosiego. Si hay que separarse de quien mete el dedo en la llaga continuamente, se hace y punto.

Preguntémonos qué nos gusta, qué nos apetece y lancémonos sobre ello. Un rato de silencio al despertarme, un masaje, un baile al ritmo de mi canción favorita. Repitámonos que nos merecemos lo bueno, no por haber sufrido algún tipo de penitencia o por ser un santo, sino por el mero hecho de existir. Es más, aunque no suframos de ansiedad, dediquémonos a disfrutar, que esto son cuatro días.

Estemos presentes siempre, pero más ahora. Porque en este entorno majara, lo que nos sirve hoy, mañana es inútil. Entonemos un alto y claro “¿cómo estás?” seguido de un amable “¿qué necesitas?”. Mueve el cuerpo porque así oxigenas la mente y generas endorfina, que es una hormona de lo más simpática. Ríe, porque el humor nos salva la vida.

Escribe, y no porque lo diga yo, que me dedico a esto y le tengo un cariño estratosférico, lo dicen psiquiatras como Marian Rojas, a la que hay que leer y escuchar. Nuestra amígdala (la del coco, no la del cuello) se alivia cuando le damos al boli y al papel. Añado el placer mágico que es crear un texto donde antes habitaba la nada.

Termino esta columna entonando un llamamiento a las ganas: de conocernos, de ser felices, de mirar hacia el lado bueno de la vida, de tratarnos con amabilidad, de aprender. De aprendernos.

Queremos más Punsets

Queremos más Punsets

Queremos más gente como ese señor tan amable que me encontraba por las mañanas paseando en Chamberí y al que, lamentablemente, nunca le expresé ni mi admiración ni mi agradecimiento. Necesitamos más gente como él, cuya presencia nos provoque una sonrisa y tanta ternura como interés.

Alguien que nos recuerde que de nada sirve que sepamos manejar tanto mecanismo externo si no tenemos ni idea de qué estamos hechos ni qué es lo que pasa por aquí dentro; que nos informe de que la felicidad es la ausencia de miedo, igual que la belleza es la ausencia de dolor. Seamos valientes, seamos bellos. Que nos cuente que esto va de vivir con intensidad los buenos momentos y no de tener el control absoluto, la seguridad absoluta, el poder absoluto. Que nuestros deben ser los remos con los que huyamos de la deriva, porque solo así seremos dueños y libres.

Queremos a alguien que nos brinde un GPS vacío de demagogias y repleto de ciencia, porque necesitamos verdades bonitas, pero verdades empíricas. No estamos para hostias.

Personas bonitas que se enfrenten al reto de encontrar los hilos que nos mueven para que seamos nosotros los que los controlemos, y no a la inversa. Personas apasionadas, inteligentes, humildes, curiosas, dispuestas a compartir sus conocimientos con el resto del mundo, porque lo que quieren es cambiarlo y la única manera de mejorarlo es mejorar a sus habitantes. Y la única manera de mejorar es escuchar y escucharse. Y rectificar. Desaprender para aprender.

Queremos más gente que afirme que todo lo que ha aprendido lo ha aprendido de la gente, de sus gestos, de sus temores, de sus máscaras. Que nos convenza de que es imprescindible encontrar lo que nos hace vibrar por dentro y conocerlo todo sobre ello, bucearlo a fondo, para así disfrutarnos, disfrutarlo y lanzarnos sin mesura sobre ello, ya sea un beso, un lienzo en blanco o una plantilla de Excel. A quién le importa.

Queremos que se predique con el ejemplo, con el sentido del humor, con las ansias de ver más allá de nuestras narices, con el cuestionar todo aquello que nos limite, con la creencia de que estamos hechos de sueños que no son sueños, sino objetivos. Gente que demuestre que el único obstáculo entre nosotros y la felicidad somos nosotros mismos, nuestra ignorancia, nuestra cabezonería y siglos de incultura emocional. Queremos que nos recuerden que necesitamos amor, pero amor del bueno, del que eleva, empuja y alimenta. Lo otro no es amor.

Queremos a alguien que nos muestre que lo de estar por encima de las chorradas de la vida, que son casi todas, no nos convierte en prepotentes, sino en realistas, en valientes, en sinceros, en flexibles. No nos tomemos demasiado en serio: ni somos tan importantes, ni tan nimios. Queremos que nos hablen de la intuición, que nos aseguren que esas corazonadas que nunca nos fallan no son brujería, sino experiencia y conocimiento. Dejemos que nos guíe, no le tengamos miedo. Hagámonos preguntas, sin importar cuál será la respuesta, ya aparecerá. Queremos personas optimistas, que nos hagan olvidar un pasado que no fue mejor, que es inútil. Que nos empujen la mirada hacia lo que está por venir. Que lo que está por venir sea por decisión propia.

Texto publicado originalmente en El Español (24/5/19)

La rapsodia de Freddie

La rapsodia de Freddie

Sí, confieso, en los últimos tres días no he hecho más que escuchar a Freddie Mercury en bucle. Todavía no he decidido si la película es buena o no, qué más da. La emoción y el amor por esa voz prodigiosa me nublan el entendimiento y la objetividad.

Me ganaron en la primera escena,  porque recuerdo perfectamente el Live Aid de Wembley y Filadelfia. Al ver «1985» sobre la pantalla, le pregunté a mi amigo Paulo, que ocupaba la butaca de al lado, «Tú en qué año naciste?». «En el 90», contestó.

Y, por primera vez que yo pueda recordar, me sentí inmensamente feliz por ser mayor que alguien. Le agradecí al universo haber nacido en el 73, el mismo año en el que se publicó el primer álbum de Queen. Era tan estimulante que solo hubiera dos canales de televisión mientras crecía, que en mi casa se escuchara la radio a todas horas, colocar con sumo cuidado la aguja sobre el vinilo…

Ese concierto fue lo que fue, entre otras cosas, porque no había un maremoto de posibilidades en las que diluir nuestra atención: los trending topic no eran diarios. Eran, como mínimo, mensuales. Mil quinientos espectadores, setenta y dos países: un momento que se grabó en el imaginario de varias generaciones. «Bueno, yo lo vi en diferido», se justificaba mi Paulo, tristón, sabiendo que Youtube no se parece, ni de lejos, a lo que yo viví, a mis doce, con la nariz pegada a una televisión que era de todo menos plana.

Agradezco que la película no se cebe en los aspectos más sórdidos de la vida de Mercury. Yo he venido al cine a soñar. El resto ya lo sabemos y poco importa. Qué manía con los dedos, las llagas y los lados oscuros. Lo único que me interesa de un cantante es su virtuosismo, su sensibilidad, su personalidad y su talento.

Tampoco me ha importado que las fechas bailen y que los datos no sean correctos. Queen nunca se separó, Freddie fue diagnosticado años después del concierto Live Aid. Pero es que yo no soy crítico de cine, gracias a Dios, soy una espectadora que, como tantos otros, se ha agarrado al recuerdo de esa música gloriosa y se ducha, cada mañana, al ritmo de Don’t stop me now.

Y es que, cuando lo de ser adulta se me atasca, su voz soberbia me eleva, me empuja, me evade. Quisiera volver al 85, pedirles a mis padres que me lleven a Wembley. Porque si yo llevo tres días turbada por la nostalgia, sacudida por Bohemian Rapsody, me gustaría saber qué sienten al verla los que estuvieron allí.

Dos horas frente a la pantalla te dan para caer en la cuenta de que ese talento es irrepetible, a los hechos me remito.Y la melancolía se mezcla con la satisfacción de disfrutar de la música tan intensamente. Porque el arte nos conecta con algo superior. No es lo que son los artistas, que también, es lo que somos nosotros frente a su arte.

Cuán improbables son las posibilidades de que aptitudes físicas y pasión irrefrenable se reúnan en la misma persona. Que, encima, supere todos los obstáculos y oposiciones varias a los oficios artísticos, ya es una proeza sobrehumana. Hay que ser muy valiente para saltarse tanto prejuicio y lanzarse al vacío de tu vocación. Del arte se puede vivir, de hecho, la vida es menos vida sin arte. Recordemos esto cuando veamos a nuestros hijos coger un pincel, escribir en su diario, cantar en su habitación. No dejemos que el mundo se pierda la oportunidad de ser mejor.

Todo se pega

Todo se pega

Ha empezado septiembre y yo sigo de vacaciones, soy una tía con suerte. Me levanto muy temprano cada mañana para ver el amanecer desde mi paseo por la playa. Me fascina ser testigo de cómo la vida se pone en marcha: los camareros limpiando los bares donde ofrecerán desayunos, los chicos morenísimos que colocan hamacas y sombrillas en un orden perfecto, el sol elevándose sobre nuestras cabezas a un ritmo demasiado veloz para mi gusto.

Donde la playa termina, comienzan las rocas y una montaña que me permite contemplar desde lo alto el mar en el que nací y la ciudad amurallada de Ibiza. Sigo caminando hasta un hotel muy blanco que tiene una piscina muy azul. Allí también la gente de mantenimiento lo prepara todo para los pocos turistas que han llegado en este verano coronavírico. Ahí termina normalmente mi paseo. Pero hace un par de mañanas decidí seguir a una mujer que caminaba muy dispuesta hacia el otro lado de mi montaña habitual. Esta sabe donde va y mucho le tiene que gustar para ir a las siete de la mañana.

Allí encontré un lugar que difícilmente puedo describir con palabras, porque ninguna puede dibujar semejante belleza, pero voy a intentarlo: el sol saliendo del mar, y el mar formando una playa inaccesible entre unos acantilados de formas tan variopintas como imposibles. Sentí incredulidad, por no saber que ese regalo estaba ahí, tan cerca, durante todos estos años mezclada con la felicidad de los niños pequeños, de los descubrimientos, de los nuevos lugares favoritos y secretos y mágicos. El premio a la curiosidad ante mis narices y mis ojos anonadados. La conexión entre todos los elementos de esto que soy provocada por sentirme parte de algo mucho más grande que yo.

Me senté sobre las rocas para empapar mis retinas con aquella maravilla y recordé la conversación que había tenido el día anterior con mi padre, que vive en la isla y es poco amigo de los teléfonos, con lo cual las charlas suelen ser en directo, qué bien. Me contaba de todos sus proyectos a una edad a la que la mayoría de la gente lleva más de diez años jubilada; me enseñaba fotos, emocionado. Le dije que no hiciera muchos planes, que no sabemos cuándo acabará esta mierda del bicho y él me contestó que eso que me mostraba le hacía ilusión, que él vivía por y para la ilusión, que solo hay una vida y que eso es lo único importante. Y se quedó tan ancho, como siempre. No pude, ni quise, rebatirle. Porque a mis cuarenta y siete me estaba diciendo en voz alta lo que me ha demostrado desde que nací. Y así me va, que lo mismo aplaudo con las orejas por el estreno de la última peli de Marvel, que me da por ser escritora a los cuarenta o viajo hasta México para escuchar a mi cantante favorito.

La ilusión, el considerar la vida como un regalo y un milagro, la valentía como timón para llevarnos al lugar deseado son conceptos que se aprenden experimentándolos desde la cuna. De nada sirve que les teoricemos a nuestros hijos si nunca son testigos de la práctica. Porque todo se pega, la hermosura también. Y el respeto, la educación, la solidaridad, la libertad, la autenticidad, la bondad, la generosidad. Y el odio, la envidia, los complejos, el pesimismo, el miedo. Y la autoestima, la esperanza, el optimismo, el positivismo, la seguridad, el orden mental.

Desde que descubrí mi nuevo lugar favorito, secreto y mágico he vuelto a él cada mañana, porque así él día tiene otro sabor y otro olor. Se lo he contado a mis amigos, lo he compartido en redes: contagiemos la belleza, siempre, pero ahora más.

En un par de días volveré a Madrid y, lejos de lamentarme, encontraré la ilusión en otros rincones y otros amaneceres. Porque de eso va la vida. La única. La de verdad.

Artículo publicado originalmente en El Español, el 4/9/20

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