Qué manía tan fea la de juzgar lo que no se entiende, de mezclar envidia, ignorancia y torpeza para dispararlas contra el que destaca, contra el que se sale de la norma. Porque triunfar está muy bien, pero ojito, que no sea demasiado, que seamos capaces de comprender cómo lo ha conseguido, que no desafíe nuestras mentes conformistas. Qué triste esa panda que se une solamente por la tendencia a pellizcar al que brilla por encima de la media. Pobre del que se atreva salir de esas cajas tan clasificadoras, tan homogéneas y tan estrechas. No inventes, que te arreo.
Esta vez, y las que le quedan, le toca a Rosalía, que tiene a medio planeta fascinado, que nos dejó a muchos los vellos como escarpias en los Goya y que es un blanco fácil. Tan joven, tan nueva, tan superlativa.
Vaya por delante que no me fascina la música de Rosalía, pero sí ella. A una edad a la que la mayoría aún estamos pensando qué seremos de mayores, ella está clavada en el centro de su diana particular. Rosalía va al grano, es toda grano. Es la contrafigura de aquellos que ansían la seguridad, la estabilidad, la vida gris. De los que creen que pasión y oficio son antónimos. Rosalía destaca porque es normal, que no común.
Olvidemos por un momento el fenómeno mediático que es, porque eso no depende de ella. Vamos a lo que sí.
Rosalía aúna sensibilidad, aptitud y actitud. Y voz. Y afinación. Y ganas, muchas ganas. No hay grietas en su discurso porque las rellena con conocimiento y amor al reto. Ella se define como una persona curiosa, en la música y en la vida. Solo así se puede aprender a un ritmo tan vertiginoso y desarrollar tal intuición que permita empastar fondos y formas con absoluta coherencia. Lo musical, lo visual y lo emocional se mezclan en esa chavala de Sant Esteve Sesrovires que a los trece años empezó a estudiar música y a los veinticinco anunció el lanzamiento de su disco en pleno Times Square. Un disco que es su proyecto de final de carrera para completar el Título Superior de Flamenco en la Escuela Superior de Música de Cataluña y cuyo concepto nace de un romance anónimo en occitano del siglo XIII. No me digan que no es una maravilla. Y es que el verdadero trabajo de Rosalía es como el auténtico lujo, que no se ve, pero se nota.
Rosalía se guisa y se come un lenguaje que ella ha creado, tiene claro de quién quiere rodearse: de los mejores. Es lista y es inteligente. No pretende gustarle a todo el mundo. Sería de locos. Lo que para los demás es un éxito repentino y sin precedentes para ella es el fruto de años de dedicación y su disciplina. Piensa mucho y piensa bien. Ella escala con facilidad el alto muro de la mediocridad latente, cuyos defensores la miran desde abajo mientras tiran piedrecitas ridículas. Qué lastima, no saben que admirar es mucho más divertido que despotricar y hablar de apropiación cultural, como si la cultura tuviera dueño, como si el arte pudiera ser pecado.
Hay que observarla escuchando en las entrevistas, contestando con una sencillez, una humildad y una profundidad sumamente infrecuentes para su edad y para los medios. Su método para mantener los pies en la tierra ante lo galáctico de su fama es mantenerse conectada a la razón por la que empezó a hacer música, anclarse a las ansias de crecimiento y tener clarísimo que su éxito tiene mucho que ver con otros que la inspiran a cada paso y que le prepararon el terreno. Las ansias de aprendizaje de Rosalía son el mayor síntoma de su talento. Rosalía, a los veinticinco años, sabe lo que es la trascendencia. Habría que ver si les pasa lo mismo a los que la critican.
Texto publicado originalmente en El Español (8/2/19)
La semana pasada di en el colegio de mis hijos una charla sobre el oficio de escritor. De escritora, en este caso. Ojalá yo hubiera escuchado, a mis dieciséis, a alguien que se dedicara a lo que tanto me apasionaba. No pasó. Los escritores eran un ente bohemio que malvivía en una buhardilla parisina, o un Vargas Llosa. Nada entre los dos extremos. La facultad de Derecho y todo lo que vino después me apartaron de un camino en el que, afortunadamente, me encarrilé décadas más tarde.
Así que vamos a intentar que los chavales no repitan nuestros errores. Que conozcan todas las opciones, que tengan una visión amplia del territorio para poder trazar el mapa que les lleve a su destino deseado. Ellos ya saben que cada día nacen nuevas profesiones, y que las existentes se renuevan, alimentándose de esas nuevas tecnologías en las que ellos se mueven como peces en el agua. Puedes inventarte tu propio trabajo. Reinventarlo. Te dedicarás a muchas cosas, en sitios muy diversos. Imagina la vida que quieres vivir y lánzate a por la opción que te acerque a ese ideal.
Y allá que voy yo muy dispuesta y les pregunto a cuatro de ellos a qué se quieren dedicar. Economía, ADE, Derecho.
Ahá.
¿Y por qué esas carreras? Porque son algo seguro, porque quiero tener dinero para darme caprichos.
Ningún «porque me apasiona», ningún «porque me permitirá dedicarme a lo que me hace feliz».
¿Dónde queréis vivir? En Madrid, dijeron todos, menos una chica que quizás se iría al norte de España, por el mar.
Yo seguí con mi discurso, les hablé de diferentes maneras de monetizar esto de colocar una palabra tras otra, de cuestiones prácticas, de la felicidad que te aporta levantarte cada mañana para dedicarte a tu pasión, de lo descomunalmente satisfactorio que es ver cómo tus sueños se convierten en metas alcanzadas.
Les conté cómo literatura y vida se trenzan inevitablemente, que no debían permitir que nadie menguara sus posibilidades. Ellos me miraban desde su silla, soltando alguna risilla de vez en cuando. Lo normal.
Al salir del edificio me invadió bastante desánimo y cierta curiosidad ¿Por qué, siendo tan jóvenes, están preocupados por ese concepto de «seguridad» tan indefinido y tan irreal? Alguien debería decirles que lo único seguro es que hemos llegado aquí y que, en algún momento, nos iremos. Lo que pase en medio es, en su mayor parte, responsabilidad nuestra, y en absoluto seguro. ¿Cómo es posible que vivan con los ojos clavados en una pantalla abierta hacia millones de emprendedores que se ganan la vida de las maneras más variopintas, y se muestren absolutamente impermeables ante ellos? ¿Por qué les asusta más la ausencia de un sueldo fijo que el dedicarse a algo que se la trae al pairo? ¿Qué parte del engranaje familia-colegio-entorno ha devorado sus alas?
Tras mi charla, algunas de las chicas me comentaron que les llamaban la atención algunas profesiones artísticas, pero que de eso no se podía vivir. Que el mundo laboral es algo muy complicado como para inventarse trabajos, y que los profesores les han dicho que se están jugando su futuro y hay que tomárselo en serio. Demasiado demencial todo como para dilucidarlo en una breve charla. No sabría por dónde empezar, aunque supongo que lo primero sería aclararles la diferencia entre «tomárselo en serio» y «ahogarte entre el conformismo y la infelicidad«.
Les conté que, cuando quisieran, y con el permiso de sus padres, les presentaría a gente que vive de su creatividad. Les proporcioné cuentas de Instagram que cotillear para comprobar lo que da de sí la imaginación. Tienes el mundo en tus manos, ¿qué vas a hacer con él?
Al llegar a casa les pregunté a mis niños qué serían de mayores y dónde querían vivir. Yo futbolista y arquitecto, y viviré por todas partes, primero en Francia. Yo científico y militar, me iré a Italia, por los coches y por las pizzas.
Respiré tranquila.
Texto publicado originalmente en El Español (25/1/19)
A estas alturas ya todos hemos recibido el vídeo de Ruavieja. Ese anuncio de licor que muestra a varias parejas de amigos a los que se les pregunta cuán importante son el uno para el otro y con qué periodicidad se ven, para después calcular cuántos días van a estar juntos en lo que les queda de vida. Todos se quedan ojipláticos al comprobar que son muchos menos de los que habían pensado, aunque el problema real es que ni se lo habían planteado. Nadie lo hace. El (triste) resultado tiene en cuenta solo el mejor de los escenarios, ese en el que uno vive hasta la media española.
Ya tenemos edad para saber que la realidad puede ser mucho más cruda. Algunos adioses llegan sin previo aviso. Los del licor cuentan que mucha culpa es de las pantallas. No estoy de acuerdo: reivindico a ese Dios de la tecnología que me permite ver el jeto de los que viven allende los mares día sí, día también. No les huelo, pero algo es algo. No culpemos a las pantallas de nuestro pasotismo emocional.
El amor a la rutina y el no priorizar en el orden correcto nos apartan del cara a cara. La verdad es que nuestros malos planeamientos nos acercan a la procrastinación inútil, esa en la que ni siquiera descansas, en la que solo pierdes el tiempo como un gilipollas, pasando por la vida sin que la vida pase por ti.
Y es que vivimos como si fuéramos eternos, y no lo somos. Malgastamos las horas ensayando la vida, y el estreno se retrasa año tras año, década tras década ¿Cómo no vamos a vivir desconectados de nuestros mejores amigos si nos apartamos continuamente de nosotros mismos?
Muchos se revuelcan, día tras día, sobre la rueda de hámster. Cada semana es igual a la anterior. Ninguna novedad destacable entre los treinta y los cincuenta. No saquemos la cabeza del círculo vicioso, vaya a ser que nos dé por recapacitar y caigamos en que hace años que no nos ilusionamos con nada, que no nos reunimos con aquellos que nos pellizcan el alma. Mejor me quedo en mi jaula, que la conozco muy bien y no me da ninguna sorpresa, ni agradable ni desagradable. Adictos al aburrimiento. No grandes viajes, no grandes planes, no grandes amigos. La mediocridad y el conformismo como modo de vida.
Qué pánico tremendo me da mirar hacia atrás y descubrir que podía haber vivido más y mejor, que algo quedó pendiente, que solo puedo arrepentirme de lo que nunca hice. Estoy convencida de que, en algún momento, inevitablemente, el inventario final nos arrea en los morros.
Por eso soy de las majaras que recorre miles de kilómetros para encontrarme con los que adoro, porque esos momentos con ellos son los que le dan sentido a mi existencia, porque enredado en nuestras risas, en nuestras confesiones y en esa complicidad asalvajada, encuentro mi verdadero yo. La distancia no existe cuando en el otro extremo te esperan los fuegos artificiales.
Pero toda esa maravilla requiere de varios pasos previos. El más importante: tener la firme voluntad de ser feliz. El siguiente: identificar qué es eso que nos gusta más que nada. Y después, lo más complicado: tomar decisiones que nos lleven por el camino elegido. Decisiones, en muchos casos dolorosas, que desafían a la pereza, al miedo y a unas creencias que nos tatuaron incluso antes de nacer. La sinceridad con uno mismo es siempre la más jodida. Pero el tiempo pasa, y cada día que uno desperdicia sin querer, sin identificar y sin decidir es un día perdido, por mucho que no queramos contemplar la cuenta atrás sobre la que caminamos.
«Tenemos que vernos más», reza el anuncio viral. Patada a la rueda, a las excusas, a la vagancia vital. El día idóneo lo decretas tú. Hoy ya he agendado tres encuentros con amigos a los que se les ha saltado la lagrimilla con ese enlace que les envié. De algo sirve la publicidad.
COLUMNA PUBLICADA EN EL ESPAÑOL (23/11/2018)
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