Cosas que me pasan
Como las locas

Uno de mis grupos de Whatsapp de amiguis se llama “Drogas y llantos”, en él disecciono con un par de amigas los vaivenes de esta vida nuestra que, en ocasiones, conllevan ansiolíticos y lloreras varias.
Ayer Cristina mandó un mensaje que nos dejó acojonadas: estaba en el hospital haciéndose pruebas para descartar un ictus. En medio de una reunión de trabajo se quedó en blanco, pero en blanco total. Los médicos comprobaban que no hubiera un problema cardiovascular, pero lo que tenían claro los doctores es que el coco de Cristina iba más lento de lo normal. Le han recomendado reposo y yo pienso agarrarla del pescuezo si no les obedece.
Cristina, las Cristinas del mundo, que somos muchas, es madre divorciada, curra como una jabata y va ideal de la muerte. Tiene a su cargo un equipo de diez personas en la empresa que ella misma creó de la nada y se desvive por sus amigos. Antes de que tú abras la boca, allí la tienes a ella deshaciéndose en atenciones. Cuida, pero no se cuida. Y, claro, Cristina ha reventado.
Se veía venir: que si me mareo, que si llevo dos meses resfriada, que si me han salido unos herpes, y unos hongos, y unas llagas…
El cuerpo siempre gana, y antes de ganar avisa, y si no te frena con un resfriado, vendrá la neumonía, y así hasta que el hostión te haga reaccionar o te tumbe. Mientras escribo, os cuento que hace días que tengo las anginas a punto de caramelo, el cuero cabelludo sensible y con picores, que llevo semanas con rojeces en una piel de la cara que ha sido como la de un cocodrilo de toda la vida de Dios, que en la farmacia me dieron una crema que no me acaba de solucionar nada, así que el lunes me voy a mis dermatólogos en Barcelona. Y diréis que por qué narices, viviendo en Madrid, no pido cita aquí. Pues porque el pez que se muerde la cola del estrés no me deja tiempo para hacerlo. Así que aprovecho la visita a la ciudad que me vió nacer para ir de médicos y zamparme unos canalons, que seguro que también me mejoran el cutis.
Y es que hay que ver lo que es la vida: los viajes de trabajo, que antes de ser madre eran fuente de cansancio, ahora lo son de descanso. Algo estoy haciendo mal cuando ansío subirme en un tren o un avión para poder respirar un rato. Algo falla cuando me escuece la cara solo con lavármela y la solución en plantarme en una clínica de dermatología privada en Barcelona, ciudad en la que no vivo desde hace diecisiete años.
Lo que tengo claro es que, por mucho que acabe con los picores, el remolino mental saldrá por otro lado, solo tengo que mirar a la pobre Cristina. A problemas, soluciones, así que he apuntado a mis preciosos hijos a un curso de snowboard todos los sábados y, sí, tendré que levantarme a las 6:30, pero me rebozaré en el sofá y el silencio hasta las cinco. SEIS SÁBADOS, estoy que no me lo creo. He agendado hora para la manipedi y para un masaje tailandés. He postpuesto varios temas de curro que no eran urgentes hasta marzo, porque miro mi agenda de febrero y se me saltan las lágrimas: de alegría por un lado y de terror por el otro. Viajes varios, cuatro talleres y una ponencia que añadir a las jornadas maratonianas habituales. También he decidido hacer media hora de deporte al día, porque menos da una piedra y porque como una piedra tengo la espalda.
Y os aseguro, amiguis, y de hecho, me comprometo con vosotras a que este cuerpo serrano va a buscar los huecos necesarios para observarse, respirar y quererse como si no hubiera un mañana. Haced lo mismo, por favor.
Sí hija, vamos como las locas. Le dice el alma al cuerpo: “Díselo tú que a mí no me escucha”; pues eso, a escucharle. Bess