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Impactemos

Escuchaba el otro día a mi amigo David Barrado en la presentación de su libro “Peligros cósmicos” diciendo que la Tierra sigue aquí porque durante millones de años, la moneda siempre ha caído de cara. Nos hemos librado de supervolcanes, meteoritos, desastres galácticos varios. Somos un puñetero milagro, básicamente. Eso en cuanto al tema planetario. Luego pasamos al tema individuo: qué ínfimas posibilidades había de que nuestros tatarabuelos se molaran, y luego se molaran todos los demás que vinieron después. Un embarazo de nuestra querida madre con final feliz, unos cuantos años evitando cornisas sueltas y aquí estamos, siendo algo improbable a más no poder.

Lo mínimo que nos podemos exigir es hacer algo de provecho para honrar al universo y honrarnos a nosotras. Celebrarnos, e invitar a esa fiesta a cuanta más gente mejor. Si nos caen bien, claro.

Porque de qué va la vida sino de crear impacto, de convertirnos en el después de un antes que ya no, que ya fue, que hasta luego. Y no solo para los demás porque, en estas ansias nuestras de que los prójimos nos presten atención, se nos olvida que, si no dejamos huella en nuestros entresijos, difícilmente lo haremos en los de otros. Sería como esperar las ondas en el agua antes de tirar la piedra.

El impacto es, básicamente, cambio. Qué putada, con el canguelo que nos da. Paradójico, dado que somos cambio: nos arrugamos, crecemos, menguamos, pasamos de un instante a otro que no es el mismo continuamente, nos enamoramos, nos cabreamos, nos ilusionamos y nos apalancamos, decimos Diego donde dijimos digo. Nos vamos, llegamos, nos volvemos a ir.

Hay cambios, como los de arriba, inevitables. De esos, algunos son deseables y otros nos tocan los ovarios soberanamente. Aceptación, amiga, y mucha meditación y mucho yoga y mucha autogestión. En cuanto a los evitables, que decida nuestro criterio y no nuestro miedo.

Algunos rehúyen el más mínimo movimiento, porque temen a lo desconocido, y en ese reposo eterno se pierden la vida misma. Sentaditos en el tren, contemplan sus posibilidades pasar por la ventanilla sin plantearse jamás bajarse y empezar a rebozarse en novedades, ilusiones, sobresaltos, aventuras, decepciones. Decisiones. Y más decisiones.

Evitan el salto y con él, el impacto, claro. Abortan su después y el después de todos esos a los que su gesto podría inspirar. Qué penita.

No siempre me gustó saltar. De pequeña era tímida, o miedosa, o ignorante de lo que de verdad importa. Mis libros y mis amigas del pueblo de la Costa Brava me bastaban. Para qué más. Lo mismo de adolescente. Ni saltos, ni piedras, ni impactos.

Pero un año fatídico en el que se me fue alguien demasiado joven y otro alguien, ya mayor y demasiado esclavizado, me mostró que puedes quedarte sin tiempo antes de lo previsto o puedes tirarlo enterito a la basura si lo pasas con quien se zampa tus alas. Y me prometí que, en el rato que me quedaba sobre el Planeta Milagroso, la iba a liar parda. No es para menos.

Elijamos el impacto y elijámoslo ya. Si solo nos atrevemos con lo conocido, conozcamos más, sepamos más, preguntémonos más. Demos ese primer paso imprescindible, aterrador y mágico. Fijémonos en los que saltaron antes. Hagámoslo dirigiéndonos a, y no solo huyendo de. Seamos conscientes de nuestra pequeñez y de nuestra inmensidad.

De lo poco que importamos y de lo mucho que podemos significar.

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