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Humor

Los Festivales de Navidad del cole (y otras torturas modernas)

Los Festivales de Navidad del cole (y otras torturas modernas)

Estaba yo volviéndome majara para ver cómo coordino llegar a las 14.45 al festivalito de Navidad de mis retoños, cuando una de vosotras me envía un mensaje pidiéndome, por favor, que le dedique un post a tan señalados eventos infantiles.

No se hable más, amiguis. Vosotras pedís y yo obedezco.

Y es que la cosa tiene tela. Yo aluciné bastante cuando, hace un par de días, una madre del cole afirma, con todo su papo, lo siguiente: “Qué bien que es a las tres, así, TARDE”.

Coño, si las 15.oo es tarde, así como una hora cómoda a la que una no está haciendo nada, que venga Dios y lo vea.

Pero eso es lo de menos porque, al fin y al cabo, ninguna hora es buena para pasar una tarde escuchando a 150 niños que ni te van ni te vienen, y tres minutos escasos a los tuyos, que no se saben el villancico y berrean más que otra cosa.

Ni que decir tiene que mis hijos, cada diciembre, me saludan así de soslayo, nada de escenas familiares navideñas rollo “Sorpresa, sorpresa” con abrazos emocionados y lagrimón, cosa que entiendo porque nos hemos visto a las nueve de la mañana, nos volveremos a ver a las cinco, y así durante los próximos diez años, como mínimo.

La rutina mata la pasión, eso es así.

Yo, en mis primeros años como madre, grababa las funciones, no porque tuviera la más mínima intención de verla más tarde o de enseñárselas a mis amiguis (no soy tan hija de puta), sino POR PRESIÓN. Tooooooodas las madres y algún padre grabando a su descendencia a diestro y siniestro me hicieron pensar que, si no lo hacía, era una perra y una mala madre.

No es que ahora haya descubierto que la grabación indiscriminada no es requisito sine qua non para ser una Supermadre, es que si no lo soy me la repampinfla. Y creo que a mis hijos les pasa exactamente lo mismo.

Soy consciente de que este pasotismo nuestro no es compartido por todas las familias. Aún recuerdo a aquella madre que el año pasado se recorrió todo el polideportivo seiscientas veces y así encontrar el ángulo perfecto para captar la carita de su hija entonando lo de los peces en el río, peleándose por la primera fila, histérica perdida. Imagínate tú la tragedia si se pierde el más mínimo gesto, un “Pero mira como beben” o un “Entre cortina y cortina”: CATÁSTROFE SIN PARANGÓN.

¿Y qué me decís de esas familias que va en tropel al “Campana sobre campana”? Abuelos por las dos partes, tíos, padres e, incluso, me ha parecido adivinar a alguna vecina de esas muy cercanas. Yo siempre voy sola y, en una ocasión en la que me acompañó mi amigo Peri y nos pusimos a dar palmas y a bailar, no os cuento las miradas. Joder, ya que voy, lo disfruto.

Para colmo de males, el evento musical es a la misma hora que una comida de la oficina que me apetece mogollón. No es broma, no. Esta me apetece DE VERDAD. Pero como los cánticos son a esa hora super cómoda, pues no podré ir. Y alguna, seguramente alguna que no es madre, pensará: “Coño, pues pasa del festivalito, si total a los nenes les da igual”.

Más razón que un santo pero, ¿sabéis qué? Que servidora, como tantas, es gilipollas perdida y me puede (poco, pero algo) la culpa, el “Qué dirán”, el miedo de que mis hijos, cuando crezcan, tengan un politrauma emocional porque su madre no fue a verles aquel 21 de diciembre de 2017.

Así que, como cada año, iré, para cagarme en tó lo que se menea, perderme la comida de la ofi, zamparme cualquier mierda hipercalórica rapidito para llegar puntual (porque de todos es sabido que una porquería se come más rápido que una ensalada), agobiarme porque luego llego tarde a una reunión y prometerme a mí misma que el año próximo no seré tan gilipollas.

¿Apostamos?

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