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Lunes con sol

Lunes con Sol (18 de febrero de 2019)

Lunes con Sol (18 de febrero de 2019)
lunes con sol

Ciudad de México

Llegué aquí hace un par de días y es como si nunca me hubiera ido, estoy en casa. Sin duda, si mis obligaciones no me anclaran a Madrid, viviría aquí la mitad del año. Por su clima maravilloso que ni frío ni calorazo, por su comida, por su riqueza cultural. Porque aquí tengo una pandi de majaras maravillosos con los que me río a más no poder. Es llegar aquí y siento como paso de estar alienada a estar alineada. Hay algo en nuestro imaginario, vete a saber qué, que nos expulsa de unos sitios y nos ancla a otros.

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Un tren

La semana pasada fui a Barcelona. Bendito AVE. Junto con el tampón, la fregona y la lavadora, es mi invento favorito. Al entrar en el vagón, una señora, parada de pie, atascaba el pasillo. Miraba su billetito del El Corte Inglés, miraba el pequeñísimo cuadradito donde figuran el número y la letra de asiento y volvía a su billetito. Dejó hueco para que pasáramos los varios pasajeros que observábamos la escena. Pasé. Ella seguía allí, sin cambios. Retrocedí. Señora, ¿necesita ayuda? Es que no veo, no sé dónde está el asiento 4B. Está allí, la acompaño. Así de simple. Cuánto podía haber pasado allí aquella mujer, peleándose con los números y las letras, es un misterio. Cuántas personas pasaron por su lado sin tan siquiera plantearse que quizás podían participar y así solucionar: bastantes. Y que conste que no es por echarme flores. Seguramente he vivido esa misma situación otras veces y he andado tan ensimismada en mis propios saras que ni he reparado en las señoras y señores perdidos. Quizás es algo a reflexionar: nuestra lavadora mental, el contacto con el exterior, no sé.

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Se me olvida

Young girls. Se me había olvidado lo mucho que me gusta este tema de Bruno Mars. Se me había olvidado que me apasiona Bruno Mars, que no tiene una sola canción que no sea inmensa. Qué bestia parda. Y en ese tren, mientras volvía a Madrid desde Barcelona, tras comer con un amigo al que adoro, con una melancolía de esa raras, en las que sientes que eres la porción de pizza que se separa del resto y el queso fundido no te deja ir en paz, escuché sin orden ni concierto mis listas de Spotify y me sorprendí con ese temazo agarrado a las tripas. Le siguió Mediterráneo, claro. Porque a veces se me olvida que yo también nací allí y que amontonado en tu arena guardo amor, juegos y penas. Le siguieron un chorro de temazos de los 80 y los 90 que me llevaron a mis hombreras, a mis tupés, a mis años de universidad en los siempre volvía de día a casa con los pies reventados, a mis compañeras de clase con las que lloraba de risa cada lunes mientras nos contábamos la sarta de gilipolleces en las que habíamos ocupado el fin de semana. Volví a la diversión sin límites, a la ausencia de responsabilidades, al solo reír y solo bailar. Y solo besar. A cualquiera, qué más da. Qué importante encontrar esos interruptores que nos llevan a lugares que visitamos poco. No quiero olvidarme más.

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Un sueño majara

No quiero dármelas yo de brujilla, más quisiera, pero como os conté el lunes pasado, lo de las causalidades en mi vida es como para escribir un libro. O dos. El caso es que, antes de anoche tuve un sueño: yo había escrito un musical y el protagonista era el cantante de un grupo de los 80 con el que tengo una historia muy especial (nada sesuá). Yo observaba los ensayos del musical desde un balcón que rodeaba la sala principal del teatro cuando aparece un chico moreno y comenzamos a hablar

Tú eres de mi pueblo, de Lloret.

Ya decía yo que me sonabas de algo.

¿Cómo te llamabas?

Carles no sé qué.

Me quedé pensando en mi sueño que ese no era su apellido real. No me sonaba para nada. Este me miente y no sé por qué. El Carles al cabo del rato, o en otro ensayo o yo qué sé porque en los sueños lo del tiempo no queda nada claro, empezó a tocarme la mano, a tontearme como muy sutilmente. El Carles me encantaba, porque era guapo a rabiar.

Cuando ya iba a terminar el sueño, recordé su verdadero apellido. Pongamos que es Pujol. Me desperté alucinando conmigo misma y colgadísima del Carles. Juraría que ese chaval existió, que se llamaba así, que era de mi pueblo, que ni siquiera lo conocía como para saludarle y que era de la pandilla de guapos tres o cuatro años mayores que nosotras que nos hacían babear. Llamé a Luisa, mi amiga de la infancia. Tía, dime que existe un tío que se llama Carles Pujol, moreno y que nos gustaba de pequeñas. Sí, claro, el hermano del Francesc, que curraba en la radio local. Le vi hace un par de años, sigue guapo.

Le busqué en Facebook. Allí estaba la misma cara con treinta años más, los que hace que no me cruzo con él. Probablemente si lo hubiera hecho, no le habría reconocido ni recordado su nombre. Pero los sueños son así. Por qué ha aparecido, qué significa esta majaronería: ni puñetera idea. Quizás tenga algo que ver con que me planteo pasar el verano en mi pueblo, cosa que no he hecho desde hace tres décadas A lo mejor el universo me está empujando en la dirección correcta, esa que ha provocado que, tras muchos años despegada del sitio donde crecí, me esté acercando al Mediterráneo otra vez. Nada es casualidad.

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