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Lunes con sol

Regalos de cumpleaños

Regalos de cumpleaños

El lunes cumplí cuarenta y siete primaveras. Me levanté mosqueada, como cada 24 de febrero desde los doce. Ahora la tontería me dura menos que entonces, porque ya sé que es solo un día más, pero también un día menos, así que habrá que aprovecharlo. Nunca me ha  molestado el número, es que lo de ser mayor siempre me ha sonado aburrido. Una especie de camino hacia algo gris que nunca he visto, pero que intuyo. Por más que el color me inunde cada día, yo sigo temiendo al gris. Muy lista no soy.

Para las nueve de la mañana ya había leído algunas felicitaciones. Le caigo bien a bastante gente, qué bien. Y llegó el momento de mi autohomenaje en las redes. Voy a escribir algo bonito y buscare unas fotillos de cuando era pequeña y otras de mayor, por lo de la metamorfosis y tal. De aquella foto que me hicieron en la guardería mostrando orgullosa mis piños centrales inferiores (los únicos que tenía) pasé a las de las playas con mis amigas engullendo sangría; las de los viajes a Nueva York, a Londres, a París, a Sevilla; las de las fiestas con los amiguis; las de las flores en la cabeza (borrosas, que son las mejores); las de los eventos, los Sant Jordis, los premios. Qué bonitas las fotos que no le dirían nada al prójimo pero que a ti te cuentan que ese día estabas muy contenta, o muy triste y ahí estaban tus colegas para compartir o consolar.

Llegados a este punto ya el mosqueo era sonrisa: me pasa lo que quiero que me pase. Y esto solo va a mejorar. Porque pienso regalarme mucho asunto, y no solo para mi cumpleaños, sino cada día. Ese es uno de los propósitos (sí, otro más) que he apuntado en mi agenda de papel y de espíritu: quiero vivir cada día como un aniversario, porque lo es, básicamente. Me voy a regalar más carcajadas, más masajes, más pensar en mí. Más planes, más sueños y más felicidad. Movimiento, avance, sabiduría. Superficialidad máxima, de esa a la que solo llegas cuando has ido, has vuelto y te has pirado otra vez. Paz, mucha paz, de la de verdad. De la que me cuesta porque quiero que las cosas sean como yo quiero, pero no lo son. Y respiro. Paz, mucha paz. Que solo tengo el poder de controlar lo que hay aquí dentro, aunque me joda. Voy a pasear y a ducharme más aún, porque es entonces cuando me llega la inspiración. Quiero inspiración a raudales. Quiero personas que enciendan interruptores desconocidos. Olores nuevos, canciones nuevas, morreos nuevos. Y buenos, claro. También quiero canciones antiguas. Y, mientras escribo esto, pongo a Mecano y sus amantes. Porque también quiero recordar lo joven que era y lo poco que sabía. Y lo poco que sé, porque mi padre, a modo de felicitación me dijo “Tranquila hija, estás saliendo del cascarón”. Y yo le creo porque quiero creerlo y porque él también se lo pasa muy bien todo el rato. Algo sabrá de la vida.

Me voy a regalar muchas letras, porque no estoy leyendo demasiado y ando hambrienta y sedienta de palabras ajenas que hagan brotar palabras propias. Me tengo que regalar historias para luego contarlas. Vivir para escribir y no al revés. Me regalo libertad, de la que te hace comprar un billete de avión sin pensarlo o quedarte en la cama hasta las diez un martes. De la que te sube a unos tacones o te saca en pijama a la calle. De la que te da la media vuelta ante quien pretende robártela. Ni de coña. Ni de puta coña. Dueña y señora.

Viviré entre conciertos, teatros y cines. Me regalaré todas las pelis en las que salga Chalamet, porque no sé que hacíamos antes de existir él. Y existe desde hace poco. Qué joven, qué listo, qué talentazo, qué barbaridad. Voy a regalarme “Call me by your name” por quinta vez, porque me da ganas de Italia, de besos, de verano, de nadar. Y de Chalamet, claro.

Me regalaré más México porque algo me agarra desde las tripas hasta sus cimientos. No sé lo que es ni me importa. Desayunaré en el jardín glorioso del Four Seasons de Reforma. Lloraré de la risa con mi Tru mientras vemos en la cama cualquier chorrada de Netflix, embadurnados en mil mascarillas. Él me comprará tortitas de maiz y yo las meteré en el microondas con jamón y queso cuando me despierto a las cinco de la mañana por el jet lag. Pasearemos por Condesa, por la Roma, por Polanco. Jugaremos a lobos en casa de Txiki. Nos abrazaremos mucho.

Volveré a Nueva York, para que me abrace, que ya es hora. Comeré pizza con mis Golondrinas en Madison Square, con el Flatiron mirándonos de frente, sin entender nada de nuestras conversaciones surrealistas. Pasaremos horas despidiéndonos a las puertas del metro, porque siempre hay algo nuevo que contar, treinta años después.

Me regalaré más Madrid, más noches por Malasaña, más charlas en las terrazas y más brunch de domingo con mis científicos y sus rarezas. Veré amanecer y anochecer desde el Retiro. Me desharé en charlas con Laura de Amapolas. Enloqueceré aún más en esta oficina desde la que Leire y yo imaginamos, planeamos y nos agotamos. Y lloramos de la risa. Y lloramos también.

Seguiré regalándome cuentos que me gusten, como este.

 

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