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Cosas que me pasan

Silencio, por favor.

Silencio, por favor.

Son exactamente las ocho y dieciocho de un sábado de marzo, estoy en mi casa y hoy he decidido descansar. Cada uno debería tener muy claro lo que es descansar. Para mí, se reduce a leer, ver la tele, ducharme o mirar al techo. No es quedar con amigos, no es hablar por teléfono, no es esto que estoy haciendo: escribir. O sea, no estoy siendo fiel a mi propósito, pero es que la ocasión bien lo vale. No pasa a menudo que las musas lleguen a ti y te lancen sobre el teclado, así que vamos a aprovecharlo.

La inspiración, en este caso, ha llegado a mí por dos razones principales: la primera es mi amor al silencio. Lo adoro por encima de todas las cosas. Recuerdo los grandes silencios de mi vida: los que se dan en lo alto de una montaña nevada cuando no hay nadie más que tú; el silencio del confinamiento, tan profundo y tan compartido; el de las madrugadas insomnes. Los atesoro porque son escasos y no solamente porque tengo dos hijos, y la maternidad no es compatible con nada que tenga que ver con la paz, al menos en mi caso, sino porque vivimos en un país ruidoso de cojones. Esa es la segunda razón. Lo vemos en los restaurantes, donde la gente gritona se encuentra en lugares sin ningún tipo de preparación acústica. Señores, por favor, unos paneles absorbentes, que esto es insoportable. Y un poquito de bajar la voz, que me importa un huevo tu historia. También sufrimos, cada vez más, que los propietarios de locales de restauración quieran, en realidad, ser dueños de discotecas. Como el tema de las licencias está jodido, se dedican a reventarnos los tímpanos mientras engullimos un filete. No he venido aquí a bailar, sino a comer y charlar con mis amigos.

Pero las musas no han llegado en un restaurante ruidoso, sino en mi sillón orejero, bien temprano, un sábado como os decía. A estas horas ya estoy escuchando un piii piii piii de algún vehículo en la calle. De esos que, al dar marcha atrás, avisan de que te apartes. El detalle es que no hay ni Perry a quien atropellar, porque todos están, o durmiendo, o intentándolo. Hace una hora, es decir, a las siete y pico, el camión que descarga la fruta de la tienda de debajo de mi casa ha llegado sin dejar lugar a dudas. Me niego a creer que, décadas después de llegar a la luna, no se puedan fabricar vehículos que no anuncien su llegada a dos manzanas vista. Todavía no ha llegado, pero sé que en menos de treinta minutos, allá por las nueve de la mañana, hará aparición el camión del vidrio, ese que vacía en su interior un contenedor completo, de nuevo despertando a los pocos que no han oído todos los festivales anteriores. De nuevo reventándonos los chakras a los que hoy ansiamos el relax.

Luego tenemos a los vecinos. Yo tengo la suerte de que los míos sean gente civilizada y de que mi edificio, por antiguo, tenga unos forjados a prueba de todo tipo de bestialidades. No se oye nada. De los míos, claro, porque la gente del edificio contiguo no es tan civilizada. Ellos tienden la ropa en un sistema de poleas, todas oxidadas, todas chirriantes. Lo de poner tres en uno no les entra en la cabeza, por muchas veces que nos hayamos quejado. En más de una ocasión me encontré a la cabrona de la tendedora moviendo la cuerda de lado a lado sin tender, para jodernos. Sí, increíblemente hay personas de esa calaña. Lo puede hacer a las doce de la noche o a las seis de la mañana, según le plazca. En ese edificio hay, creo, algún saltador de altura, a juzgar por las hostias que le calzan a su suelo, de ahí el ruido a mi pared. Y el retumbe, claro, que de la vibración te despierta.

En mi lugar de vacaciones tengo unos vecinos que decidieron montar una selva dentro del apartamento, con sus papagayos y sus cosas selváticas. Imposible escuchar la tele, imposible desayunar en la terraza. Imposible vivir, resumiendo.

Qué tiquismiquis, podrá pensar alguna de las lectoras, todo el mundo vive entre ruido y nadie se queja. Totalmente de acuerdo, porque aquí, aparte de ruidosos, somos unos resignados. No rechistamos así reventemos, pero es que los avances llegan a menudo de la reclamación. Y si no, que nos lo digan a todos los que hemos rellenado hojitas sobre el hecho de ser ahumados durante años por los fumadores. Señoras, que hace no tanto se fumaba en aviones, en todos los restaurantes, en todas partes. Así seguiríamos si no hubiéramos reclamado nuestros derechos. El caso es que tenemos derecho a quejarnos cuando nos molestan. Y mientras escribo esta última línea, suena el camión del vidrio, ocho cuarenta y tres de la mañana de un sábado, tócate las pelotas.

El silencio, para quien no lo sepa, regenera nuestras neuronas, favorece la memoria y la concentración, nos reconstruye, disminuye nuestro nivel de estrés. Michel Le Van Quyen ha publicado un libro llamado “Cerebro y silencio” y afirma que El ruido auditivo tiene un efecto nefasto sobre el sistema inmunológico y el sistema cardiovascular. Lo del placer de disfrutar de ese silencio tan absoluto que se escucha no lo cuentan, pero ya lo digo yo. Ahora solo me queda conseguirlo.

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