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Reflexiones de una majara

Lo que aprendí aburriéndome.

Lo que aprendí aburriéndome.

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Soy muy fan de Milena Busquets y de su columna en El País. Esta semana escribía “A favor del aburrimiento” y hablaba de esa, nuestra obsesión por entretener a los niños a toda costa.

Pues bien, yo, como Milena, de pequeña me aburría, Y MUCHO.

Era hija única, muuuuuuuuuy tranquila (sí, muté en algún momento. No sé cuando ni por qué) y mis padres nunca se plantearon que me activara más allá de las necesidades básicas y la escolaridad…Y MIRAD QUÉ FENOMENAL HE SALIDO. A los que me conocéis y os estáis descojonando… En serio, mi desequilibrio es más producto de la genética que del aburrimiento.

Tanto me aburría de pequeña que incluso leía: cómics que se amontonaban en el suelo de mi habitación (así estoy, obsesionada con los superheros), novelas que encontraba en las estanterías de mi casa sin que nadie las analizara previamente en la librería infantil especializadísima, las revistas de cotilleos de mi madre…  Tan horrible era el aburrimiento que me leía las leyendas de Bécquer, los poemas de Neruda y los “Campos de Castilla” de Machado. Una catástrofe sin parangón para cualquier niño del siglo XXI.

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Tanto me aburría que veía pelis de todos los tipos y colores: “Siete novias para siete hermanos”, “Mary Poppins”, “Karate Kid”, “E.T.”… Las veía en el cine y las podía ver otra vez en mi cabecita cuando volvía a casa y no tenía nada más que hacer. Un horror que ningún niño debería experimentar.

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Tanto me aburría que escuchaba música: en la radio, ensimismada y muy atenta para grabar en aquellas cintas de casette la nueva canción de moda y ponerla una y otra vez mientras bailaba por los pasillos de mi casa; en el tocadiscos donde ponía los vinilos de mi madre: Alberto Cortez, la Pantoja, la Jurado… Y de mi padre: Fleetwood Mac, Elvis Presley, Earth Wind and Fire,… Algo nada estimulante para estos niños que tanto aprenden en los juegos educativos del sempiterno Ipad.

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Tanto me aburría que dibujaba: copiaba animales de mis cuentos, calcaba con los papeles pegados a las ventanas lo que no alcanzaba a copiar, pintarrajeaba cuando no sabía hacer ni lo uno ni lo otro. Qué imagen tan lastimera ver a una criatura con sus colores  sin otra compañía que la de su imaginación.

Y me pregunto qué habría pasado si, en lugar de dejar que me aburriera, mis padres hubieran jugado conmigo a todas horas o, ante el más mínimo signo de inactividad, me hubieran plantificado una pantalla delante, para que viera unas historias creadas por otros y no por mí.

Siempre me he quejado de las interminables sobremesas de los adultos que yo sufría desde mi sillita (visión imposible actualmente. Os doy un euro por cada niño que veáis sentado sin maquinita en un restaurante) pero ahora caigo en que fueron horas (interminables) de observación de aquellos seres, de escucha de conversaciones probablemente poco adecuadas para mi edad.

Aprendí a escuchar, a callar, a interpretar, a intuir.

Tanto me aburría que empecé a escribir.

Nunca sabré qué habría salido de una Sol rodeada de estímulos externos impuestos por otros y no elegidos por mí, quizás este amor por la escritura hubiera sobrevivido a todas esas distracciones y hoy estaría aquí escribiendo sobre lo bucólico de una infancia supermegaultradivertida.

O quizás no.

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