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Reflexiones de una majara

Un verano así.

Un verano así.

Sueño con comidas y cenas repletas de charlas y risas interminables, en mesas largas con manteles de lino y platos bonitos. Con vino, aunque yo no bebo vino. En uno de esos cenadores de la Provenza, aunque no sea en la Provenza porque L´Empordà es maravilloso, está aquí mismo y hay que apoyar el turismo nacional. Quiero sábanas blancas y velas que huelan a limpio, levantarme cuando aún hace fresco y ver el campo, o el mar, me da igual. Ver algo incomprensiblemente bello que me haga sentir lo pequeñita que soy. Me gusta saber que soy pequeña y que nada es tan grave, yo tampoco.

Quiero bañarme en el mar de mis isla, tan verde y tan cálido. Y tan testigo de mis locuras de juventud, de mis juergas interminables que luego eran días interminables y luego volver a empezar. Sentir la sal picándome porque lleva horas pegada a mí, pero yo prefiero alargar las risas con mis amigas y no perderme lo mejor de la vida para ducharme, que también es lo mejor de la vida y ya lo haré luego. Que la noche nos pille desprevenidas y decidamos cenar una pizza antes de quitarnos la sal. Que tropecemos con un bar y luego con otro y sea otra vez de día. Total, nos hemos acostumbrado al picor.

Me encantaría levantarme a las seis para caminar Central Park de arriba a abajo. Desayunar huevos Benedictine en la terraza de un bistrot del Meatpacking District desde donde contemplar la variedad de seres diferentes que deambulan por la ciudad en la que me siento más yo que en ningún otro lugar.  Sentirme parte de algo mucho más grande que yo. Subirme con mis amigas a una azotea neoyorquina desde donde contemplar cómo el sol se pone tras el Empire State después de haber escrito todo el día. Cenar una pizza de Eataly directamente del cartón en una mesa de la calle, muriéndonos de la risa. Recorrer las calles del Upper East Side cuando ya es de noche, viendo los escaparates de las boutiques carísimas, con vestidos que son obras de arte. Acostarme después de contemplar las luces de la ciudad que nunca duerme. Sentirme completa, inspirada y feliz.

Sueño con pasar una semana en París y que estemos por debajo de los veintitrés grados. Poder caminar con zapatillas, vaqueros y camiseta de manga corta sin sudar lo más mínimo. Necesitar una chaquetilla por la noche. Subir las escaleras hasta el Sacré Coeur y contemplar la ciudad desde allí arriba. Imaginarme viviendo en uno de los áticos de Montmartre, pasar el tiempo en sus terrazas.  Escudriñar la Mona Lisa una vez más, para ver si descubro el secreto de su sonrisa de una puñetera vez. Pasear a la orilla del Sena y perderme por la Ille de Sant Lluís. Cenar soup a l´oignong antes de ir a mi hotel de la Rue des ecoles.

Me iré a la montaña, a sentir el fresquito, a patear las cuestas que me gusta ver llenas de nieve y ahora son verdes. A que mis pollos se lancen en tirolina, a bañarnos en lagos con vistas acojonantes y subirnos a miradores porque ver esa inmensidad te da una idea de lo bonita que es la vida y lo bonitos que somos nosotros. También somos muy bonitos, la verdad.

En este verano raro, lucho por desatascar los sueños, que se me han asustado porque, por una vez, su consecución no depende de mí. Y la optimisma que soy se convierte en alguien esperanzado, que cruza los dedos muy fuerte para que el después sea muy parecido a un antes que me encantaba. Yo era feliz y lo sabía, menos mal.

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