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Lunes con sol

El miedo al cambio: una mierda gigantesca

El miedo al cambio: una mierda gigantesca
Hasta ayer no había visto la nueva campaña de Adecco, “Tu propósito”. Os lo dejo por aquí, mucho mejor que lo disfrutéis a que os lo cuente.

Ya he escrito mil veces sobre la felicidad, sobre la necesidad de tomar decisiones que nos lleven hacia nuestro objetivo en la vida, de la urgencia de conocer cuál es ese objetivo. Vivimos sumergidos en toneladas de información y, sin embargo, o precisamente por ello, andamos desconectados de esto que somos, de nuestros Pordentros. Tenemos a un click las realidades de personas que se dedican a los asuntos más variopintos; que lograron su sueños; que han convertido los viajes, las magdalenas o la música en su medio para subsistir. Podemos investigarlos, seguir su plan de principio a fin, incluso preguntarles por él. Pero nuestras creencias o, lo que es lo mismo, nuestros miedos, nos dejan ciegos y sordos. Y un poco gilipollas.

Eso es muy difícil.

Yo no soy capaz.

De eso no se puede vivir.

Ya estoy bien como estoy.

Tampoco estoy tan mal.

Todo el mundo vive así.

Cien mil excusas para no admitir la realidad: TENEMOS MIEDO.

Miedo a la soledad y por eso no abandonamos una relación que se murió hace milenios. Miedo a lo desconocido, así que no cambio de ciudad, de trabajo o de amigos que no lo son. Miedo al qué dirán y no salgo del armario, me tiño el pelo de azul o me tomo un año sabático. Miedo al fracaso, mejor no lo intento. Miedo al compromiso. Miedo al dolor. Miedo a pensar, a replantear, a decirlo en voz alta porque entonces esto será una realidad y la realidad me aplastará. Pero es que ya te está aplastando, lo que pasa es que te has acostumbrado al peso.

Cuentan en Adecco que tres de cada cuatro españoles no han alcanzado su propósito laboral. Añado dos observaciones: muchos no saben ni qué es eso del propósito, no tienen ni idea de que uno es libre de definir aquello a lo que se va a dedicar. Lo segundo: el propósito laboral no es un cajón apartado de la vida misma. Somos uno, con una vida, con un cuerpo, con un alma. Es imposible remover una zona sin que las otras tiemblen.

Nuestros valores son exactamente los mismos en la habitación de la familia, en la de los amigos, en la del trabajo, en la de la pareja, en la de nuestra gloriosa soledad. La mayoría no paramos a pensar qué es eso que refleja nuestras convicciones más importantes, nuestros intereses, nuestros sentimientos. Piloto automático y a tomar por el jander. Pero si queremos paz, queremos paz desde que nos levantamos hasta que nos acostamos. Y lo mismo pasa con el entusiasmo, la honestidad, la libertad, la lealtad y una larga lista que nos convierte en seres únicos, satisfechos y plenos. O no, si nos pasamos los días ignorando lo que es importante para nosotros.

Mis valores desembocan en pensamientos y, de ahí, a la parte visible: lo que hago. Si lo que hacemos se arrea de hostias con lo que creemos, mal vamos. Si ni siquiera creemos: desastre total. Vacío, insatisfacción crónica, ajco supino.

Con suerte, llega un hostión tal que espabilas y te ves obligada a saltar de la rueda de hámster. Un despido, un divorcio, una depresión, una enfermedad provocada por tanta jartura. Ahora sí que no me quedan más narices: quién soy, qué me gusta, quién quiero ser, hacia donde voy, cómo llego hasta allí. Me un da miedo tremendo, pues lo haré con miedo.

Ojalá no fuera necesaria la debacle previa a la reacción. Ojalá cada mañana nos levantáramos con un para qué vital claro y cristalino. Ojalá tuviéramos el valor de preguntarnos todos los días si nos gusta la película de nuestra vida, si nuestro personaje es fruto de nuestras decisiones o de las de otros. Ojalá nos hubieran enseñado que ese guión es cosa nuestra y que nunca es tarde para reescribirlo.

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