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Reflexiones de una majara

Otras 7 cosas que, a mis cuarenta y cinco, tengo clarísimas.

Otras 7 cosas que, a mis cuarenta y cinco, tengo clarísimas.

Hace unos meses, poco antes de mi cumpleaños, escribí un artículo sobre todas esas cuestiones que, a estas alturas, una ya tiene más que claras. Pero es que lo del autoconocimiento, gracias a Dios, nunca acaba. En este par de meses mi sabiduría ha aumentado a lo salvaje (o eso me creo yo) y como muestra, un botón.

Es mentira que la felicidad está en las pequeñas cosas. Charlar con mi amiga durante horas, sin haberlo planeado, en un banco del parque. Descubrir un escritor con el que, en otra vida, sin duda alguna, compartí útero porque si no son imposibles tantas coincidencias y ya sé que NADA ES CASUALIDAD. Comerme una pizza directamente de la caja mientras veo una peli con mis hijos. Sentarme a escribir en una cafetería bonita, tomarme un té English Breakfast con leche y engullir la mejor napolitana del planeta. Bailar hasta la extenuación con Camilo Sesto y Raffaella Carrá. Ver amanecer.  Nada de esto es pequeño, sino GRANDIOSO.

Yo, que me pongo del hígado con la música alta donde no corresponde, con el ruido incesante de mis hijos, con esos bares donde los camareros maltratan la vajilla, y las cafeteras parecen máquinas de vapor, me he dado cuenta de que tampoco soporto el silencio absoluto. Ese que te hace sentir que no hay nadie más en el mundo, pero de verdad, que se te mete en los entresijos y te pone tan triste que no te deja ni pensar.

Me gustan las ciudades y cada vez más. La playa o el pueblecito encantador si no hay más remedio y solo un ratito. Mi último descubrimiento: Ciudad de Méjico. Qué maravilla de clima, señores. Qué gentes tan amables. Qué restaurantes. Qué de todo. Yo, desde que celebré allí mi cumple, solo quiero ser mejicana. Bueno, mejicano-escandinava, por aquello del vikinguismo y tal. No es que reniegue de mi españolidad, es que ya llevo mucho tiempo siendo ibérica y me apetece un cambio.

Esa es otra: no concibo la vida sin cambios. Por mucho que admire a aquellas compis del cole que se quedaron en el pueblo, se casaron con su primer novio y disfrutan de una vida de lo más sosegada, tengo la absoluta seguridad de que, en este caso, uno nace y no se hace. Nací con el culo inquieto y de mal asiento, con una tendencia enfermiza a la actividad; con una fobia tremenda al aburrimiento, al “Y si”, al “Podría haber”, al arrepentimiento por lo no hecho. Cambiaría los muebles cada seis meses, me mudaría de ciudad todos los eneros. Quiero oler a perfumes nuevos; conocer a desconocidos; que Spotify me descubra, cada día, la canción de mi vida.

Tengo clarísimo que la casualidad no existe, ya lo decía más arriba. Es pura estadística: hay cosas que de tan improbables son IMPOSIBLES. Sí, en cambio, las causalidades nos muestran claramente el camino que debemos seguir. Las señales están ahí, esperando a que queramos verlas. Arriba las antenas. Abajo las creencias, los miedos, los complejos.

Ahora sé que reírse de tonterías no es de tontos y sí lo es el postureo, el qué dirán, las apariencias. El humor nos salva la vida. Cada vez. Todos los días.

Pero no todo es sabiduría a medida que arrancamos hojas del calendario. NO. Mi yo de los veinte entendía mucho más de diversión sin medida, de despreocupación, DE MORREOS. Porque algo estoy haciendo mal cuando no me morreo desde el Pleistoceno. De sexo ya ni hablamos, pero es que eso es secundario. Lo que de verdad importa es el besuqueo, y hablo totalmente en serio.

Quién sabe, quizás para los cuarenta y seis haya resuelto también esta cuestión y superado la frustración, o, en el mejor de los casos, ande de nuevo pegando lengüetazos a diestro y siniestro.

Ojalá.

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