Skip to main content

Etiqueta: lunes con sol

Como si no hubiera un mañana.

Me preocupa, a veces diría que me obsesiona, el paso del tiempo. Ni entiendo ni acepto ese concepto tan confuso del hacerse mayor, ni gestiono demasiado bien el equilibrio entre aprovechar el tiempo y vivir relajada. Todavía no he encontrado la manera de compatibilizar mis prisas por avanzar con mi necesidad de descansar. Todo lo que tengo es tiempo, pero no sé cuánto, y eso limita mis posibilidades de control y me pone nerviosa. En estas ando cuando llega a mis manos “Filosofía ante el desánimo”, de José Carlos Ruiz, un autor que me gusta porque me provoca ganas de escribir y porque me obliga a debatir conmigo misma. De eso, entre otras cosas, trata la filosofía, supongo.

El caso es que hoy he llegado a la parte en la que habla de mi querido amigo. Nos cuenta cómo, en la antigua Grecia, había tres dioses que representaban el tiempo: Cronos, que marca nuestro tiempo de vida; Aión, que simboliza el tiempo que dedicamos a lo que tiene sentido para nosotros, y Kairós, como estandarte del momento adecuado, de la suerte. Cuánto ayuda poseer una clasificación de lo borroso para trenzar lo que se enreda en la cabeza de una.

Perseguimos aprovechar todas las oportunidades posibles mientras desarrollamos nuestro propósito en nuestra particular e incierta cuenta atrás: de eso va la existencia (o debería). Parece simple, pero no es fácil, porque no lo es la conexión con esto que somos; lograr y mantener la cuadratura del círculo; encajar nuestro puzle interno, con tantas piezas y tan diferentes. Los obstáculos aparecen en forma de pereza, de decisiones basadas en decisiones de otros, de una tozudez estúpida que pretende derribar muros ajenos.

Y mientras tanto, Cronos pirándose sin solución, Aión de vacaciones y Kairós desesperado ante nuestra inutilidad.

Para los que le restan importancia a la fusión con uno mismo, el no disfrute es una constante de lo más llevadera, pero para los que conocemos el ensamblaje perfecto; qué se siente cuando estás dónde, con y cómo deseas, a qué huele y a qué sabe la plenitud lo opuesto es un pellizco asquerosamente doloroso. Te despides de cada hora lamentando que no haya valido la pena y te devanas los sesos para resolver la ecuación: no sé qué he de hacer para desembrollarme, cómo tirar del extremo de un hilo que no conozco.

Hay obstáculos conocidos por todos: un trabajo que me aburre, una pareja que ya no es lo que fue, la ausencia de aficiones. Pero a veces es un lugar, aparentemente sin razón alguna, el que nos roba la inspiración. Idealizamos un pueblo en la costa o en la montaña sin preguntarnos si estamos dispuestos a pagar el precio por el silencio y las vistas al mar. Vida social y cultural limitada, pocas novedades, misma gente y mismas conversaciones por lo siglos de los siglos. Para algunos, esa línea recta es el paraíso; para otros, una losa invisible que no logran identificar. Me pesa la vida y no sé por qué.

Cuando se asoman a la civilización, despiertan, brillan, tintinean. Les gusta, pero tampoco vislumbran la razón y se dicen a sí mismos que son raros, que si el paraíso es para unos debe serlo para todos, ignorando su individualidad y qué lo importante es saber qué es lo importante, ya sea respirar aire puro o ir al teatro cada semana, levantarte entre árboles o descubrir una cafetería a la semana. Desmenuzar de qué está hecha nuestra particular chispa de la vida es el primer paso para honrar el regalo que Cronos, Aión y Kairós nos han hecho; validar nuestras singularidades, el segundo; el tercero, aprender a disfrutarlas como si no hubiera un mañana, porque no sabemos si lo habrá, aunque nos gustaría.

 

El emocionante equilibrio

Andamos por la vida luchando contra el exceso y contra el defecto. Algunos se inclinan más por un lado que por el otro. En unos casos (como el mío), hay una tendencia enfermiza hacia el desmadre. Cuando salía del noche no veía el día, si me ponía a estudiar podía hacerlo durante doce horas seguidas, estudié la carrera por la tarde para poder dormir hasta el mediodía. Nunca era suficiente.

Como adulta, o como mujer madura (por Dios, qué vértigo leerlo) no ando yo mucho más equilibrada. Jornadas interminables de trabajo, un reto tras otro reto porque los logros se me olvidan a la velocidad de la luz y entonces aparece el puto Síndrome de la Impostora arreándome collejas desde mi hombro derecho y contándome que hasta ahora he tenido mucha suerte pero que si no me dejo la piel, la carne y los huesos en mis objetivos no los conseguiré jamás de los jamases. Haz más deporte, come más sano, escribe más y mejor, tenías que haber publicado más libros, consigue más seguidores en redes, hazles más caso a tus hijos sin olvidar a tus amigos. Tíñete esas canas, ponte hidratante que pareces un lagarto, controla el encrespamiento capilar, tía despeinada.

Desde el otro hombro, un angelito blanco nos cuenta que debemos relajarnos, señoras. Encuentra tiempo para ti, medita, haz yoga, lee, respira. Y nosotras, que vamos como motos, nos sentimos aún peor. Soy una desquiciada. Nada que ver con esas tías de las revistas que tienen cuatro hijos, el pelo brillante y un halo de paz sin límite a su alrededor.

En el otro extremo, la inactividad absoluta. Gentes que un día se posaron sobre la silla de la inactividad mental, emocional y física; que no importa cuántos años vivan, porque no hay variación, ni movimiento, ni presión, ni nada de nada. De nada. El mismo día, tras el mismo día, tras la misma vida, tras los mismos pensamientos que a veces no son ni eso, sino simples instrucciones de funcionamiento, a años luz de traspasar las fronteras de la reflexión, mucho menos las de las decisiones. Ningún “Y si…”, ninguna duda. No saben que existen las montañas rusas porque no las han visto jamás, ni oído hablar de ellas.

A veces admiro a las gentes inactivas de mente y cuerpo. Intento calcular de qué está hecha su planicie para así reproducirla en algún instante, aunque sea breve. No pensar en nada, no ansiar nada, no caminar hacia ningún lugar. Entonces me imagino ese cuadro y me entra el pánico, el mismo que me acecha desde que era pequeña. Llegar al final, mirar hacia atrás y darme cuenta de que no avancé, de que se me quedaron palabras en el tintero, besos por dar, caminos que recorrer, datos interesantes por conocer, lugares apasionantes a los que viajar, sueños por cumplir, bellezas por contemplar. Llegar al final y darme cuenta de que elegí la muerte en lugar del susto.

Y concluyo que lo suyo sería vivir sobre un equilibrio emocionante; una tensión de las que anima, pero no bloquea; una prisa razonable, de las que no te hace derrapar; domar al susto, para usarlo a tu favor y convertirlo en tu mejor amigo. La alternativa no debería ser una opción.

A la vida le pido vivirla.

Son las siete de la mañana del veinticuatro de diciembre. Para cuando leáis estas líneas, la cena de esta noche ya habrá sido. De alguna manera, estoy viajando en el tiempo. Solo espero que la prudencia generalizada haya reinado por encima de la majaronería de algunos. Que unos pocos no nos hayan jodido lo que nos queda de año, y me refiero al 2021, porque el 2020 ya está listo. Que no nos hayan robado aún más libertad haciendo un uso indebido de la suya.

Y es que en estos días en los que los deseos y los propósitos están de moda yo a la vida solo le pido disfrutarla como si no hubiera un mañana, porque no sé si lo habrá, aunque me gustaría.

Le pido volar en un avión durante ocho horas seguidas, contemplar el océano inmenso que ahora se me antoja más inmenso todavía porque así es lo inalcanzable. Prometo aquí que el día en el que abran la veda, iré al aeropuerto más cercano y cumpliré mi sueño de irme con lo puesto al primer destino que se me antoje. Ahora sé que no debo dejar para mañana lo que pueda hacer en un hoy sin coronavirus.

Le pido asistir a conciertos multitudinarios donde lo único que se perciba sea el amor por la música y la emoción, nada más. El tembleque previo a que el artista salga al escenario, la histeria cuando lo hace. La mezcla de alegría y tristeza inmensa cuando termina y te agarras a cada nota escuchada.

A la vida le pido volver al pueblo de la Costa Brava en el que crecí para celebrar una cena multitudinaria con mis amigas del cole, tener doce años de nuevo, reír hasta el llanto recordando por enésima vez las mismas anécdotas, enumerar a todos los niños que nos gustaron, con los que algunas se casaron. A los que yo ya ni recuerdo porque yo a la vida le pedí muchas vueltas y de momento me las ha concedido. Abrazar a mis compis de pupitre hasta espachurrarlas, bailar toda la noche, ir a desayunar a la churrería que está al lado del colegio y luego dormir todas juntas, como en nuestros cumpleaños de los años ochenta.

Le pido paseos por Central Park, por Bryant Park y por todos los Parks de Nueva York, y muchos brunch en el Meatpacking, y quedar, como siempre, con mis chicas que ahora son neoyorquinas en el Barnes & Noble de Union Square para sentarnos en cualquier banco a divagar y a querernos mucho. Le pido desayunos en la Roma de mi adorada Ciudad de México, amaneceres con vistas al Popocatépetl, abrazada a mi amigo querido. Que la vida me devuelva a la locura de las trajineras de Xochimilco, esas barcazas habitadas por gente que canta rancheras, come tacos y bebe tequila. Que se chocan las unas con las otras en el caos mexicano de colorines que tanto me entusiasma.

Le pido paz, que no aburrimiento. Paz de la que te inunda y te hace brillar, de la que te cuenta que todo está como tú quieres que esté, de la que te da seguridad, coherencia, armonía. De la que te llena de aire los pulmones y el alma. De la que construye una cortina de acero entre los que pretenden invadirte y lo que tú no estás dispuesto a entregar.

Le pido tardes de lectura en algún sitio con mucha madera y chimenea, de té caliente y manta de pelo suave. De vela con olor a canela y lluvia por la ventana. Si es nieve para qué queremos más. Porque también le pido montaña, mucha montaña y también mucho mar de aguas cristalinas. Mucho de todo, no para compensar estos tiempos raros, sino porque me da la gana.

Le pido risa, ilusión, sabiduría y honestidad con uno mismo, que es la única importante.

Y salud a chorros, de mente y de cuerpo, la una sin la otra no existe. Sin ambas ninguno de los otros deseos es posible.

Le pido a la vida que nos riegue de solidaridad y prudencia. Yo a la vida solo le pido vivirla.

El mundo era una fiesta

El mundo era una fiesta, por eso disfrutaba cada paseo, cada té con leche en una cafetería bonita, el montón de risas con mis amigos en cualquier terraza, en cualquier lugar. Me gustaba, y me gusta, bañarme en el mar de mi isla, bailar hasta la madrugada, abrazar a los que me caen bien, no perder ni un segundo con quien no me aporta nada.

El mundo era bonito y por eso visitaba Nueva York, Ciudad de México, París. Aunque a veces se me olvidaba la emoción de descubrir y por eso postergaba. Edimburgo, Australia, Chicago. Años mirando la agenda y pensando que ya sería. Y ahora no puede ser. Mierda.

Mi mundo era cómodo porque así me lo dibujaba. Me permitía improvisar y coger un AVE para ir a comer con Sergi al vegetariano de la Barceloneta donde nos dejan quedarnos hasta las cinco de la tarde charlando de lo divino y lo humano. Podía organizar talleres en Sevilla, en Valencia, en Bilbao y conocer a un montón de tías fantásticas. Y abrazarlas, llorar juntas, morirnos de la risa, conocernos mientras comíamos. Conocernos y reconocernos.

En ese mundo yo era valiente para inventar, porque todo era posible. Y lo sabía. Ahora, la optimista que soy se da empujones en la espalda para animarse. Esto es lo que hay. Esto también es una fiesta, pero menos. Todo depende de con qué lo comparemos y, si pensamos en un veinte de marzo, este veintisiete de septiembre es algo parecido a un carnaval: ayer te fuiste de brunch con tus niños, paseasteis, fuisteis de compras. Decidisteis ver una peli en casa en lugar de ir al cine porque estáis de mascarilla hasta el gorro, pero podíais haber ido a ver una de las cuatro pelis que han estrenado últimamente.

Mi mundo, ahora, es un poco fiesta porque mantengo mis anticuerpos. Me siento como una superheroína, pero no sé cuánto durará la mutación y cuándo volverá el miedo a contagiar, que no a contagiarme. Sentirse un arma de destrucción masiva no acaba de ser agradable. Menos mal que soy la persona más vieja con la que trato y mi socia es una vasca de veintiseis años cuyo sistema inmune se me antoja bastante supercalifragilístico.

El mundo, mi mundo, mi Madrid, anda cabizbajo y meditabundo. Temeroso y muy vacío. Los hoteles nos miran oscuros; los restaurantes, antes llenos hasta la bandera, dormitan; la Gran Vía ya no agobia, vaya un asco. Me han robado los conciertos, los teatros rebosantes, los aplausos con sonrisa incorporada. Ya no celebro los desayunos dominicales con mis científicos adorados porque algunos de ellos saben de qué va esto y nos cuentan que no debemos, aunque queremos.

Me mantengo un tanto a salvo del mundo de la información, porque ya sé lo que tengo que saber, que es poco o nada. Mascarilla, alcohol en las manos, distancias. Ya le he dicho a mi madre que puedo, pero no quiero hablar más del tema, aunque estoy escribiendo sobre él, qué incoherente. Cuanto menos espacio ocupe en mi cabeza, más puedo dedicar a leer, a aprender. Porque si no es posible volar hacia afuera, bucearé hacia adentro. Porque lo que cuenta es el interior, aunque yo siempre he sido muy del exterior, viva la superficialidad. Esa es otra, la mascarilla oculta algunas bellezas y yo he decidido contemplar lo bello a todas horas. Me he vuelto tiquismiquis, aún más. Porque como el mundo no está bonito, tengo que embellecer lo mío. Y tengo que embellecerme yo: ser más valiente, más sabia, más tranquila, más simpática, más piadosa. Conmigo también.

Quiero pensar, y pienso, que la fiesta volverá. Os juro que me la voy a zampar como si no hubiera un mañana, porque antes sabía que quizás no lo habría, pero ahora me lo han demostrado. No podemos desaprender lo que ya sabemos, sería de gilipollas total. Chicago, Australia, Edimburgo se agendarán el mismo día en que nos den luz verde. Haré una gira de abrazos y besos, algunos con lengua, aviso. Bailaré diez días seguidos, con tacones, porque son altitud, actitud y despiporre. Y lo que venga habremos de venerarlo para siempre, dejarnos de hostias, de lamentos y de mediocridades emocionales. De miedos absurdos y heredados, de complejos, de escuchar lo que dice el de enfrente para no oír lo que me grita mi cabeza. De dejar nuestra felicidad en manos de otros que no saben nada de lo que somos, y aunque lo supieran. Deja, deja, que nos han quitado un cacho de vida y habrá que recuperarlo, digo yo.

Publicaré este escrito sin corregirlo, porque no quiero perder el tiempo en perfecciones, espero que me disculpéis. Mi fiesta, en algún momento, aparecerá y tengo que prepararme. Espero que hagáis lo mismo.

Ligar ahora vs. ligar en los 90

Andaba yo hablando con mi socia sobre el tema ligoteo. Ella tiene veintiséis, yo cuarenta y siete. Me contaba algo sobre una amiga que había conocido a uno la noche anterior, que no le había encantado y que él había dado con ella a través de Instagram. Le estaba dando la turra a base de bien. Entonces me di cuenta de que mis adoradas redes sociales se convierten en un gran inconveniente a la hora de tontear. Podríamos pensar que es todo lo contrario porque te facilita el contacto, pero es que te dificulta el anonimato y, perdonadme, pero a mí eso me echa para atrás. También es verdad que no le vamos dando el nombre y el apellido al primero que pasa, pero os aseguro que los millenials tienen fuentes de investigación para el resto desconocidas. Es muy lista esta gente.

En mis tiempos (ay, Diosmío, qué mayor me siento escribiendo esto) tonteabas con uno en un bar, la cosa terminaba en meneo, o no, o vete tú a saber y, si no le dabas tu número (y ojo, que en los 90 le tenías que dar el del teléfono de casa de tus padres, ahí es ná) no volvías a verle jamás. No nos planteábamos si eso estaba bien o mal. Era así, punto. Mucho interés habías de tener para repetir. Y voy a reconocer que eso le confería un plus de libertad al ligoteo, sobre todo si lo comparamos con la situación actual: nuestra vida a la vista de uno con el que nos hemos pegado dos morreíllos en la barra del último bareto.

No me gusta, la verdad. Mientras escribo, me planteo si esta será una de las tantas razones por las que las tías de mi edad, al menos las de mi tribu, hemos visto nuestra actividad tonteadora reducida a mínimos alarmantes. También es verdad que para ligar a los bares hay que ir a los bares y, quitando el coronavirus, entre el curro, la maternidad y demás responsabilidades de la mujer de cuarenta, no nos quedan muchas fuerzas para lanzarnos a las calles pasada la medianoche. El inconsciente rige el 95% de nuestras acciones diarias y él debe saber que, lo que para nosotras era un entretenimiento momentáneo, ahora puede convertirse en un coñazo duradero. Que puedes darle un nombre falso, que puedes tener cuentas privadas, que puedes bloquear a todo bicho viviente, pero es un plus de molestia al que no estamos acostumbradas ni dispuestas.

En la cara B de toda esta cuestión, la ventaja de minimizar riesgos. Pongamos que usamos Tinder, ese catálogo interminable de seres enarbolando la bandera verde del amor (o el folleteo, seamos honestis). No sabía yo, pero me lo ha contado la gente que sabe, que lo suyo es empezar la conversación en Tinder una vez que haces match y luego pasar a Instagram para pegarle un repaso a la vida, amigos, ropajes, hobbies y demás datos importantes del ser con el que vas a quedar para tomar algo y/o pegarte un revolcón. Por un lado, se supone que te aseguras de que el individuo en sí no es un asesino en serio o que, al menos, no lo parece. No me queda claro si ellos también se quedan más tranquilos cuando ven que ellas no tienen pinta de descuartizar a nadie.

Por otro lado, y siendo realistas, hay fotos que engañan, pero es más fácil engañar en cinco que en cincuenta. En Instagram compruebas que la realidad corresponde con lo prometido, aunque también os digo que hay gente que hace milagros con Photoshop, lo cual no deja de ser bastante ridículo porque, tarde o temprano, si hay suerte, te darás cuenta del engaño.

Otra pega que le encuentro a las redes cuando hablamos de relaciones varias: seguir viendo el jeto de tu ex no te apetece lo más mínimo, pero te sabe fatal bloquearle. El “Si te he visto no te acuerdo” se convierte en algo prácticamente imposible y a mí eso me mosquea. Por mucha pena que nos dé, hay nexos que deben desaparecer, sobre todo si queremos pasar página.

En fin, amiguis, que no es la primera vez que lo escribo: las moderneces en estos asuntos se me atragantan. Quizás deba indagar más para encontrarle las ventajas. O no.

La intuición: qué es y por qué debemos hacerle caso.

Resumiendo mucho, la intuición es ese conocimiento o percepción en el que no interviene la razón.

Nuestro cerebro conserva, afortunadamente, vestigios de aquel que ayudaba a nuestros antepasados a salir pitando cuando el peligro acechaba, sin pararse a pensar si era mamut, león o tormenta. Hay estímulos que absorbemos sin que pasen por el filtro de lo consciente: no es magia, es ciencia.

A título informativo, os comento que uno de mis cientos de propósitos de año nuevo en el 2016 fue hacerle más caso a mi intuición, porque me ha demostrado que no falla. Lo hice y, queridas, no me puedo quejar.

Una conocida empresa de consultoría reveló que más de la mitad de las decisiones que toman los grandes líderes se basan en la intuición. Llamativo, sobre todo teniendo en cuenta que nos encontramos en la era del big data, del análisis, de los algoritmos que todo lo solucionan. Y es que solo sé que no sé nada, pero la verdad es que sabemos mucho más de lo que creemos saber. A lo largo de nuestra vida hemos acumulado experiencias y vivencias que se han quedado en algún cajón oculto, pero ahí están, indicándonos el camino correcto cuando lo necesitamos. Otra cosa es que hagamos caso a nuestra sabiduría inconsciente.

La desconfianza en nosotros mismos, mucho más si hablamos de mujeres, hace que ignoremos ese conocimiento. Nos decimos que esas señales del cuerpo no significan nada y tiramos hacia el lado contrario. Y la liamos, claro. Craso error, amiguis, porque la intuición es un arma poderosa y que, al menos de momento, no puede sustituirse por una máquina, ni por consejos ajenos.

Pero, ¿cómo saber si la vocecita interior es intuición o majaronería? Pues para empezar, si me estás leyendo, llevas unos cuantos años viva y has podido comprobar cuándo acertabas y cuándo no. Analiza ambos tipos de situaciones, ¿qué tenían en común? Probablemente acertaste cuando tomaste decisiones que estaban alineadas con tus valores, eso por un lado. Fácil de comprobar. Y habrá otras muchas en las que algo en tu estómago que dijo que por ahí sí, o por ahí no.

Lo segundo, escucha a tu cuerpo, porque te da pistas según tu sensación sea buena o mala. Eso sí, para escucharla como Dios manda, cálmate, porque en pleno desquicie, difícilmente podemos hacerle caso ni a la intuición ni a nada bueno. Acostúmbrate a vivir conectada, a detectar qué pasa y dónde cuando te invade una emoción. Observa esas punzadas en el costado cuando te pones nerviosa, la carne de gallina ante una canción, la mandíbula tensa si te enfadas, el dolor de tarro que aparece tras un día agotador.

Lo tercero: la intuición se entrena, como casi todo en la vida. Un ejercicio útil es emplear cada día un rato tranquilo en plantearnos preguntas sencillas que se puedan responder con SÍ o NO.

¿Soy castaña? Sí.

¿Nací en Albacete? No.

¿Tengo veinticinco años? No (lástima).

¿Me gusta ir al karaoke? Sí (maldito coronavirus)

Y así una y otra vez, haciéndole caso a las reacciones de nuestro cuerpo ante cada respuesta. Si las apuntamos, mejor.

Cuando lleves un tiempo aprendiendo a observar la relación entre mente y cuerpo y contestando estas preguntas sencillas, empieza a tomar decisiones rápidas ante cuestiones no demasiado importantes de la vida. Haz lo que te salga, apunta lo que pasa. Y de ahí, al resto de tus experiencias.

Somos mucho más de lo que vemos y nadie mejor que nosotras sabe cómo navegar por las aguas de nuestras vidas. Confiemos, entrenemos y actuemos, ¿qué es lo peor que puede pasar?

Hay gente que quiere raro

Hay gente que quiere raro, que entiende el amor como posesión, como expectativa, como surtidor. Hay gente que no sabe que el cariño no se divide, sino que se multiplica. Hay quien dice querer mucho, pero lo importante es querer bien; dar lo que el otro necesita y no lo que a uno le da la gana ofrecer. Y tan importante como el QUÉ es el CUÁNDO y el PARA QUÉ. Hay quien defiende que el amor incondicional existe, y quizás es cierto, pero no debería. No es sano querer a quien nos hace pequeños, a quien nos ignora, a quien nos marea, a quien nos usa para su provecho aunque no se dé cuenta. El desconocimiento de la ley no exime de su cumplimiento y el hecho de que haya ignorantes emocionales no les da derecho a someternos.

Hay quien cree que el autoamor es egoísmo, pero es todo lo contrario. La vida empieza en uno y, desde ahí, hacia su entorno. Coloquémonos nosotras en el lugar que nos corresponde y a los demás no les quedará más remedio que situarse donde no estorben, donde aporten, donde formen parte de un baile armónico y no de una batalla campal.

Hay quien intenta convencerte de que nadie te querrá igual que él. Toda la razón. Y MENOS MAL. Porque el que no desea que elijas a quien querer es que se pasa tu felicidad por salva sea la parte. El amor es, ante todo, LIBERTAD. Nadie te la da, es tuya, aunque lo hayas olvidado. No es que tengas que recuperarla, solo sacártela del bolsillo y mostrársela al resto. Lo mío es mío, no hay manera humana de que me lo robes si yo no te lo entrego. Y no deberíamos entregarnos JAMÁS.  Ni prestarnos. Ni olvidarnos en aras de ocupar esto que somos con otras presencias, por divinas que nos puedan parecer.

Hay quien quiere raro y te quiere a ratos, a trompicones, con horarios y con chantajes. Lo lícito es sentir que intercambias, no que te aplastan, no que te apagan. No a regalar un precio excesivo por unas migajas de quien solo tú has colocado en un pedestal ficticio.

Hay quien quiere raro y se esconde, o se hace omnipresente, o las dos cosas. Hechos y palabras en direcciones opuestas. Grandes carnavales o miseria. Mucha forma sin fondo alguno. Exigencias, demandas, obligaciones, castigos disfrazados. Deberíamos vernos reflejados en el de enfrente. Brillar más cuando aparece. Ser más nosotras que nunca. Quien quiere bien es catalizador, no segadora.

Hay quien no respeta cuando decides que hasta aquí y se escuda en la imposibilidad de vivir sin eso que le das. La trampa mortal de creerte importante porque otro te lo cuenta. Somos naranjas enteras, somos el árbol entero. Queramos a pesar de no necesitar, porque necesitar a veces es raro y siempre es mentira. La necesidad es usar, es servir y es no ver al otro. Mejor querer sin carecer: elegir, decir “esto sí y esto no, porque lo quiero y punto”. Hay quien, si te dejas, te arranca la voluntad de merecer. Y te mereces el cielo, no lo dudes. Es preferible que te duela el alma a que te la roben.

Hay quien es y está. Y hay quien no puede estar porque el ser le queda muy lejos. Esos no valen, que se vayan a la mierda, o donde quieran. Cosa suya. Y hay quien te quiere valiente, libre, independiente, resolutiva, inteligente, lista, decidida, guapa, sociable, exitosa, hambrienta de sueños y viajes y belleza y vida. Esos son los que quieren normal. Y normal no siempre es común, a menudo es todo lo contrario.

       

Ocho truquis para mantener la motivación

Y es que no es fácil tener siempre ganas, mirar directas a la diana de nuestros objetivos y llevar a cabo las acciones para llegar hasta ellos. No tengo un buen día, la meta está demasiado lejos, ya no le veo el qué a eso en lo que me empeñé, etc.

Lo primero sería asegurarnos de que quieres eso que crees que quieres y que lo quieres por las razones correctas (para ti, ojo). Un ejemplo fácil: la dieta a la que te sometes para estar monísima de la muerte (ya sea engordando o adelgazando, que parece que el peso ideal solo se consiga perdiendo). No hay semana que no te la saltes. Quizás, en el fondo, a ti te importe un huevo lo de estar mona o quizás tú te ves divina tal como estás y andas a base de lechuga y/o batidos de proteínas porque tu entorno te ha puesto la cabeza como un bombo.

O puede que quieras ganar o perder esos kilos, pero no por estética, sino por salud y ese cambio de perspectiva sea lo que necesitas para mantenerte firme cual roble. No es el por qué, sino el PARA QUÉ lo que hace que nos movamos en la dirección correcta. Apunta tus para qués y échales un ojo cada día. Será por libretas monas…

Lo segundo, una vez definido el objetivo con detalle, es tener claro que es posible y saber cómo vas a medir que lo has conseguido. Ponte siempre un plazo temporal. No me vale “Voy a crear un blog un día de estos sobre algo de comida”, pero sí “Voy a crear un blog con recetas veganas que se cocinan en diez minutos y va a estar listo en un mes”. Si en un mes tu blog está en la red, listo y preparado para que el planeta lea sobre tu arte culinario, lo has conseguido.

Cuéntale tu objetivo a gente con el mismo criterio que tú, para que te apoyen, te aplaudan y te animen. Te quieres mudar a Londres y has de currar un montón para conseguirlo; qué bien que tu amiga es de las que piensan que viajar es lo mejor del mundo y que si eso es lo que tú quieres, palante. El otro lado de la moneda es alejarte de los aguafiestas, qué pesaos. Ni puñetero caso.

La agenda es la herramienta básica y suprema de la organización y, en muchos casos de la motivación: describe los pasos que te van a llevar desde donde estás hasta donde quieres estar y agéndalos. Si quieres ganar cinco kilos en dos meses quizás tengas que 1) Buscar un nutricionista 2) Buscar un entrenador o un gimnasio 3) Ir al súper 4) Organizarte las comidas 5) Agendar los entrenamientos 6) etc.  Si quieres crear una web decidirás 1) Si lo haces tú y necesitas formación para ello o si pides presupuestos a profesionales 2) Qué textos van a aparecer 3) Si necesitas fotos y de dónde las vas a sacar 3) Qué secciones serán necesarias. En este otro post os di varios tips sobre el arte de agendar como las loquis.

Cada una sabe cómo funciona su cabeza y qué necesita para mantener las ganas: hay quien hace deporte con música hipermarchosa, para así motivarse; quien pega fotos en la nevera de cuando tenía un tipazo; quien pega fotos en la nevera del momento actual, con una forma física horrenda; quien tiene un corcho con fotos que le recuerdan aquello que desea, sea una casa con jardín, hacer yoga cada día o mudarse a París. Todos hacemos lo que hacemos porque el beneficio al conseguirlo es mayor que el coste. Recuérdate el beneficio como sea, tenlo en mente a todas horas.

Una cosa detrás de otra: a veces se nos acumulan los pasos unos encima de otros. Elige uno y termínalo. Olvídate de que están todos los demás. Concentración a tope.

Ten un listado de lo ya hecho. Apuntar cada mínimo logro te empuja a seguir logrando. Si esta semana has conseguido leer una hora al día, ir al gimnasio tres veces, estudiar los cinco temas que te propusiste, organizar las comidas divinamente o quedar con esa amiga a la que tantas ganas tenías de ver, escríbelo y tenlo visible. Has conseguido salir puntual de casa cada día y no has corrido como las locas para llegar al trabajo, has ahorrado, hace dos meses que llevas la manipedi impoluta: APÚNTALO.

Piensa en la persona que serás cuando hayas conseguido eso que deseas: estarás tranquila, orgullosa de ti, con una autoestima acojonante. Date cuenta de que tú eres la única responsable de lo que te pase. Eres poderosa porque tienes el poder de que te pase lo que quieres que te pase. Cuando vengan pensamientos chorras sobre tu posible incapacidad, piensa en qué momento te sentiste así antes. Cuándo alguien te hizo sentir insegura. Eso ya pasó y lo que cuentan los demás tiene que ver con ellos, no contigo. Tatúatelo.

Y, por último, lo primero: te mereces conseguir eso que te has propuesto, vivir con ilusión, sentir que avanzas hacia el lugar que a ti te dé la gana, salir de la rueda de hámster, chorrear autoamor, ser la jefa de tu puñetera vida.

300 gilipolleces que me hacen inmensamente feliz

Porque con las anteriores listas no tengo suficiente. Porque, afortunadamente, cada día hay más.

276. Madrid: las luces de la Gran Vía, las tapas de la Plaza Santa Ana, el karaoke de Mostenses. El camino desde mi casa hasta la Fabulofi, enfrente de ese edificio divino de la SGAE. Ir a ver a Laura a librería Amapolas, comer en el Sr. Ito de la calle Pelayo, oler las flores de “Margarita se llama mi amor”. Observar a la gente, charlando y merendando en “La Duquesita” cuando hace frío en la calle.

277. Esta canción.

278. Ir al cine entre semana, porque sí.

279. Ver Notting Hill por enésima vez.

280. Timothée Chalamet.

281. Los desayunos después de una noche loca, comentando mil jugadas.

282. La conexión con alguien a quien nunca has visto.

283. Renovarse: casas nuevas, olores nuevos, trabajos nuevos, ropa nueva.

284. Salir de noche después de mucho tiempo, los tacones tirados en el sálón a la mañana siguiente, los restos de los espaguetis que te has desayunado bien resecos, la afonía.

285. Las risas con Mabel, meternos la una con la otra y morirnos de la risa. La complicidad.

286. Hacerme amiga de desconocidos simpáticos en los bares.

287. Aprenderme un poco más.

288. Este libro.

289. Esta película.

290. Hacer deporte cada día. La satisfacción de lograr objetivos. Sentir que los pulmones se llenan de aire, que hoy llegas más lejos que ayer. Comprarte mallas divinas porque sabes que las vas a usar.

291. Pensar que en mayo vuelvo a mi amado México en un viaje que, estoy convencida, va a ser un antes y un después. Como todos, pero más.

292. “La jaula de las locas”, el musical. Lo tenéis en Madrid hasta finales de mayo. Y no, no me pagan, me cobran. Qué buen rollo, qué risas, qué buenos están las bailarinas (y no, no me he equivocado en el género de adjetivo y sustantivo). Id.

293. Ir en bus por la ciudad y observar las calles y a la gente. Relax total.

294. La patatera con pan del bueno. No sabía lo que era y una lectora me la envió. Me ha creado una necesidad y me encanta.

295. Seguimos con la comida: el pudding de té verde de Sr. Ito. Tanto me gusta que me lo compro y me lo llevo a la oficina para merendármelo.

296. “Lucifer”, la serie de Netflix. ¿Por el guion? No. ¿Por las tramas? No. ¿Por las localizaciones? No. Por esto:

297. Las comidas de los miércoles en casa de mi amigo Yordo, con su familia. Tan divertidos, tan amorosos, tan mi familia.

298.  “Cádiz”, una obra que podéis ver los sábados y domingos en el teatro Lara. Tampoco me pagan, me cobran. Un texto divertido, realista y ágil de Fran Nortes;  interpretado por el mismo Fran, Nacho López (el hombre más guapo del planeta) y Bart Santana. Conversaciones masculinas desde un punto de vista que encanta a las mujeres. Ya me diréis.

299. Encontrar un boli que escribe solo, con el que tengo una letra divina. Yo, que jamás presté unos apuntes en la universidad porque nadie entendía esos signos satánicos.

300. Que me pasen las cosas que quiero que me pasen.

Regalos de cumpleaños

El lunes cumplí cuarenta y siete primaveras. Me levanté mosqueada, como cada 24 de febrero desde los doce. Ahora la tontería me dura menos que entonces, porque ya sé que es solo un día más, pero también un día menos, así que habrá que aprovecharlo. Nunca me ha  molestado el número, es que lo de ser mayor siempre me ha sonado aburrido. Una especie de camino hacia algo gris que nunca he visto, pero que intuyo. Por más que el color me inunde cada día, yo sigo temiendo al gris. Muy lista no soy.

Para las nueve de la mañana ya había leído algunas felicitaciones. Le caigo bien a bastante gente, qué bien. Y llegó el momento de mi autohomenaje en las redes. Voy a escribir algo bonito y buscare unas fotillos de cuando era pequeña y otras de mayor, por lo de la metamorfosis y tal. De aquella foto que me hicieron en la guardería mostrando orgullosa mis piños centrales inferiores (los únicos que tenía) pasé a las de las playas con mis amigas engullendo sangría; las de los viajes a Nueva York, a Londres, a París, a Sevilla; las de las fiestas con los amiguis; las de las flores en la cabeza (borrosas, que son las mejores); las de los eventos, los Sant Jordis, los premios. Qué bonitas las fotos que no le dirían nada al prójimo pero que a ti te cuentan que ese día estabas muy contenta, o muy triste y ahí estaban tus colegas para compartir o consolar.

Llegados a este punto ya el mosqueo era sonrisa: me pasa lo que quiero que me pase. Y esto solo va a mejorar. Porque pienso regalarme mucho asunto, y no solo para mi cumpleaños, sino cada día. Ese es uno de los propósitos (sí, otro más) que he apuntado en mi agenda de papel y de espíritu: quiero vivir cada día como un aniversario, porque lo es, básicamente. Me voy a regalar más carcajadas, más masajes, más pensar en mí. Más planes, más sueños y más felicidad. Movimiento, avance, sabiduría. Superficialidad máxima, de esa a la que solo llegas cuando has ido, has vuelto y te has pirado otra vez. Paz, mucha paz, de la de verdad. De la que me cuesta porque quiero que las cosas sean como yo quiero, pero no lo son. Y respiro. Paz, mucha paz. Que solo tengo el poder de controlar lo que hay aquí dentro, aunque me joda. Voy a pasear y a ducharme más aún, porque es entonces cuando me llega la inspiración. Quiero inspiración a raudales. Quiero personas que enciendan interruptores desconocidos. Olores nuevos, canciones nuevas, morreos nuevos. Y buenos, claro. También quiero canciones antiguas. Y, mientras escribo esto, pongo a Mecano y sus amantes. Porque también quiero recordar lo joven que era y lo poco que sabía. Y lo poco que sé, porque mi padre, a modo de felicitación me dijo “Tranquila hija, estás saliendo del cascarón”. Y yo le creo porque quiero creerlo y porque él también se lo pasa muy bien todo el rato. Algo sabrá de la vida.

Me voy a regalar muchas letras, porque no estoy leyendo demasiado y ando hambrienta y sedienta de palabras ajenas que hagan brotar palabras propias. Me tengo que regalar historias para luego contarlas. Vivir para escribir y no al revés. Me regalo libertad, de la que te hace comprar un billete de avión sin pensarlo o quedarte en la cama hasta las diez un martes. De la que te sube a unos tacones o te saca en pijama a la calle. De la que te da la media vuelta ante quien pretende robártela. Ni de coña. Ni de puta coña. Dueña y señora.

Viviré entre conciertos, teatros y cines. Me regalaré todas las pelis en las que salga Chalamet, porque no sé que hacíamos antes de existir él. Y existe desde hace poco. Qué joven, qué listo, qué talentazo, qué barbaridad. Voy a regalarme “Call me by your name” por quinta vez, porque me da ganas de Italia, de besos, de verano, de nadar. Y de Chalamet, claro.

Me regalaré más México porque algo me agarra desde las tripas hasta sus cimientos. No sé lo que es ni me importa. Desayunaré en el jardín glorioso del Four Seasons de Reforma. Lloraré de la risa con mi Tru mientras vemos en la cama cualquier chorrada de Netflix, embadurnados en mil mascarillas. Él me comprará tortitas de maiz y yo las meteré en el microondas con jamón y queso cuando me despierto a las cinco de la mañana por el jet lag. Pasearemos por Condesa, por la Roma, por Polanco. Jugaremos a lobos en casa de Txiki. Nos abrazaremos mucho.

Volveré a Nueva York, para que me abrace, que ya es hora. Comeré pizza con mis Golondrinas en Madison Square, con el Flatiron mirándonos de frente, sin entender nada de nuestras conversaciones surrealistas. Pasaremos horas despidiéndonos a las puertas del metro, porque siempre hay algo nuevo que contar, treinta años después.

Me regalaré más Madrid, más noches por Malasaña, más charlas en las terrazas y más brunch de domingo con mis científicos y sus rarezas. Veré amanecer y anochecer desde el Retiro. Me desharé en charlas con Laura de Amapolas. Enloqueceré aún más en esta oficina desde la que Leire y yo imaginamos, planeamos y nos agotamos. Y lloramos de la risa. Y lloramos también.

Seguiré regalándome cuentos que me gusten, como este.

 
Shopping cart0
Aún no agregaste productos.
Seguir viendo
0