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Lunes con sol

Lunes con Sol, 4/3/19 (sobre Freddie, el Capitán América y el amor de verdad)

Lunes con Sol, 4/3/19 (sobre Freddie, el Capitán América y el amor de verdad)
las claves de sol

Freddie

Escribo estas líneas mientras sobrevuelo el océano de vuelta a Madrid desde mi México amado. He vuelto a ver “Bohemian Rapsody” en el avión. Esta ha sido una de esas veces en las que es inevitable lanzarme sobre el teclado, no para escribir, sino para vomitar estas letras. Ojalá fuera siempre así. No voy a repetir aquí lo que ya escribí sobre Freddie y todo lo que esa película supuso para mí. Masticarla como es debido, sin la sorpresa que suponen las primeras veces, me ha hecho admirar aún más a Rami Malek. Lo contenta que me puse yo con su Oscar, la ternura que me despierta su noviazgo con Lucy Boynton. Me gusta imaginar los primeros tonteos entre escenas. Qué bonito todo.

Esta segunda vez (ojalá hubiera sido en pantalla grande), aparte de emocionarme con el talento de Malek, me ha abofeteado con una buena noticia de la que ya tenía algún sospecha: soy una tía con suerte. Con muchas suertes. La primera, que debería ser prácticamente la única que nos importara, es que tengo salud: mental y física. El resto son regalos sin demasiada importancia pero que, quieras que no, se agradecen. Uno de ellos es la capacidad de disfrutar: de la música, del cine, de los amigos, de la comida, de la escritura, del contacto con la gente que me lee y en la que espero despertar esa ilusión sin la que seríamos cuerpos inertes, piedras pómez sin gracia alguna. Antes de darle al play, leía en “Cómo hacer que te pasen cosas buenas” de Marian Rojas (lectura obligatoria) que “Si uno tiene pensamientos y recuerdos constantes relacionados con gente a la que quiere, momentos especiales, o ilusiones por las que vivir será más feliz”. De hecho, cuenta también que recordar momentos felices genera en nuestro cerebro las mismas sustancias que se produjeron cuando pasaron en realidad.

Todos deberíamos tener esos momentos gatillo que recordar cuando la vida se nos echa encima: aquel amanecer en la playa con amigos, esa canción que se te engancha en las tripas, las risas con chorrito de pis, un morreo que te dejó loca.

Con todo esto he decidido que, de ahora en adelante, mi objetivo en la vida será crear momentos deliciosos, recuerdos que hagan que las endorfinas se me salgan por las orejas.

 

El Capitán América

Confieso: a mí los tíos buenos me desatan el instinto animal y salvaje. Ante una buena tableta y unos brazos como los del glorioso Chris Evans se me nubla el entendimiento. Viendo la ceremonia de los Oscar (que hay que ver qué gusto más grande verlo en directo) solo podía imaginármelo quitándose esa chaqueta azul, y luego la camisa, y luego todo. Alguno me dirá ahora que Hay qué ver, si eso lo dijera un tío de una tía. Ya contesté aquí. El caso es que, entre el Capitán y Aquaman, yo andaba bizca. Ese Jason Momoa completamente despeinado, salvaje perdido, con su mujer al lado, que tiene una inexplicable y tremenda cara de asquito. Si yo llevara semejante bigardo pegado al cuerpo, las comisuras me tocarían las orejas. Y es que con la edad me vuelvo cada vez más superficial y, la verdad, me importa un huevo. Me fascinan los cuerpazos, las caras bonitas, las bocas carnosas, las manos grandes y machunas. Oye, que si encima es listo y buena gente, pues mejor. Pero es que yo, para mirar, solo quiero belleza. Ojalá también tocarla. A ver si se dejan un día de estos.

 

El amor, Barcelona, las chimeneas.

Ayer fui a Barcelona a comer con un amigo de esos a los que quieres desde un lugar donde hay poca gente. Hablamos de lo guapo que era Paul Newman, de sus párpados, de que me flipan los antebrazos de los tíos, tan fuertes y con venas; de que le encantan las nucas de las tías, las coletas que dejan al descubierto ese trozo de cuello suave y pecaminoso, los gestos indeterminados; de cómo podemos joderles (o no) la vida a nuestros hijos; de lo maravillosas que son las casas con chimenea. Le recordé que uno de mis deseos año tras año es tener una, y que es una pena que no haga más frío en su pueblo, porque en su casa hay chimenea, pero la enciende poco. Subir la leña a un tercer piso no acaba de ser apetecible. Le dije, varias veces, lo bonitas que son sus manos. Le confesé que me enamoré de un puertorriqueño guapérrimo que me dejó hecha mierda y que también tenía unas manos preciosas, y unos ojos preciosos, y una boca preciosa, aunque por dentro no era tan precioso. Decidimos, mirando fotos antiguas, que veinte años pasan volando, que estamos estupendos: él porque hace deporte, yo porque me lleno la cara de cremas y pinchazos. Supimos que la humanidad volverá al campo, porque lo de los móviles puede llegar a ser una mierda muy grande. Me contó que las vacas, por raro que parezca, contaminan mucho, que hay un tío que saca filetes de células madre y eso no pinta nada bien. Y él lo contaba haciendo círculos en la mesa con sus dedos. Porque él lo convierte todo en líneas con esas manos preciosas. En ese mundo futuro nosotros seríamos vegetarianos perdidos porque no podríamos matar ni una mosca, ni un ratolí. Nos quejamos del poco caliu que tiene Andorra, que no se dignan a abrir una cafetería de madera, con sillones blanditos y, de nuevo, chimenea. Las chimeneas son vida, está claro. Siempre nos quedará el hotel Hermitage, con su música sublime. Él afirmó que es el amor lo que mueve el mundo. Le di la razón, asintiendo, pensando en lo muchísimo que le quiero. No se lo dije. Se lo escribí luego. Quizás los móviles no son tan mierda. O quizás yo debería hablar más y escribir menos. Ventilamos las mierdas íntimas, que son muchas y muy malolientes. Y a él se le saltaron unas lágrimas por mis mierdas malolientes. Cómo agradecí esas lágrimas. No se lo dije. Ni se lo escribí. Lamentamos lo cortos que son esos encuentros nuestros que le dan sentido a la vida, que son la vida misma. La felicidad estaba allí, sentada con nosotros en ese restaurante vegetariano de la Barceloneta, aplaudiendo como las locas.

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