A la vida le pido vivirla.
Son las siete de la mañana del veinticuatro de diciembre. Para cuando leáis estas líneas, la cena de esta noche ya habrá sido. De alguna manera, estoy viajando en el tiempo. Solo espero que la prudencia generalizada haya reinado por encima de la majaronería de algunos. Que unos pocos no nos hayan jodido lo que nos queda de año, y me refiero al 2021, porque el 2020 ya está listo. Que no nos hayan robado aún más libertad haciendo un uso indebido de la suya.
Y es que en estos días en los que los deseos y los propósitos están de moda yo a la vida solo le pido disfrutarla como si no hubiera un mañana, porque no sé si lo habrá, aunque me gustaría.
Le pido volar en un avión durante ocho horas seguidas, contemplar el océano inmenso que ahora se me antoja más inmenso todavía porque así es lo inalcanzable. Prometo aquí que el día en el que abran la veda, iré al aeropuerto más cercano y cumpliré mi sueño de irme con lo puesto al primer destino que se me antoje. Ahora sé que no debo dejar para mañana lo que pueda hacer en un hoy sin coronavirus.
Le pido asistir a conciertos multitudinarios donde lo único que se perciba sea el amor por la música y la emoción, nada más. El tembleque previo a que el artista salga al escenario, la histeria cuando lo hace. La mezcla de alegría y tristeza inmensa cuando termina y te agarras a cada nota escuchada.
A la vida le pido volver al pueblo de la Costa Brava en el que crecí para celebrar una cena multitudinaria con mis amigas del cole, tener doce años de nuevo, reír hasta el llanto recordando por enésima vez las mismas anécdotas, enumerar a todos los niños que nos gustaron, con los que algunas se casaron. A los que yo ya ni recuerdo porque yo a la vida le pedí muchas vueltas y de momento me las ha concedido. Abrazar a mis compis de pupitre hasta espachurrarlas, bailar toda la noche, ir a desayunar a la churrería que está al lado del colegio y luego dormir todas juntas, como en nuestros cumpleaños de los años ochenta.
Le pido paseos por Central Park, por Bryant Park y por todos los Parks de Nueva York, y muchos brunch en el Meatpacking, y quedar, como siempre, con mis chicas que ahora son neoyorquinas en el Barnes & Noble de Union Square para sentarnos en cualquier banco a divagar y a querernos mucho. Le pido desayunos en la Roma de mi adorada Ciudad de México, amaneceres con vistas al Popocatépetl, abrazada a mi amigo querido. Que la vida me devuelva a la locura de las trajineras de Xochimilco, esas barcazas habitadas por gente que canta rancheras, come tacos y bebe tequila. Que se chocan las unas con las otras en el caos mexicano de colorines que tanto me entusiasma.
Le pido paz, que no aburrimiento. Paz de la que te inunda y te hace brillar, de la que te cuenta que todo está como tú quieres que esté, de la que te da seguridad, coherencia, armonía. De la que te llena de aire los pulmones y el alma. De la que construye una cortina de acero entre los que pretenden invadirte y lo que tú no estás dispuesto a entregar.
Le pido tardes de lectura en algún sitio con mucha madera y chimenea, de té caliente y manta de pelo suave. De vela con olor a canela y lluvia por la ventana. Si es nieve para qué queremos más. Porque también le pido montaña, mucha montaña y también mucho mar de aguas cristalinas. Mucho de todo, no para compensar estos tiempos raros, sino porque me da la gana.
Le pido risa, ilusión, sabiduría y honestidad con uno mismo, que es la única importante.
Y salud a chorros, de mente y de cuerpo, la una sin la otra no existe. Sin ambas ninguno de los otros deseos es posible.
Le pido a la vida que nos riegue de solidaridad y prudencia. Yo a la vida solo le pido vivirla.